Yo le hacía caso a pies juntillas al maestro Ricardo Senabre
Lo cual que es domingo y como todos los domingos lo dedico a calzar el uniforme pertinente (pijama y baturrín de felpa), a picotear en El Nostre de papel y en todos los periódicos digitales que puedo y a tocarme el nardo con no poco regodeo e indolencia, que para eso es domingo y la semana se viene encima y ya habrá tiempo para oficiar de esforzado Sísifo. Amén.
En El Nostre leo con avidez un reportaje de Rafa Cerdá sobre una alcoyana experta en Miguel Ángel y en la Capilla Sixtina, María Ángeles Vitoria. Otro de Marta Rosella sobre el homenaje a Paco de Lucía en El Principal. Jazz y flamenco. Brillo de saxos y el potro desbocado de las guitarras. Y en este plan. De esto va el truño que les endoso hoy, de la versatilidad de este pueblo que lo mismo inventa el mocho con palo, que le palpa los higadillos al Renacimiento o que junta Nueva Orleans con la Bahía de Cádiz.
Sigo dándole curso a la liviandad dominical y me engolfo en la prensa virtual. La lectura sobre una pantalla viene a ser inodora e insípida, que no hace falta chuparse el dedo para pasar página, pero es gratis. En uno de esos diarios leo con tristeza que Ricardo Senabre ha muerto. Ricardo Senabre se fue a Salamanca, mi tierra de nación (y el cortijo de Unamuno y algún que otro cráneo privilegiado del 98), a merendarse a Ortega y Gasset, esa enciclopedia con sombrero de ala estrecha. Ricardo Senabre, filólogo y crítico literario, bebía en las fuentes de la Escuela de Filología Española, cuyo “primer tro” era nada menos que D. Marcelino Menéndez Pidal e iba de la mano de tan egregios coleguitas como Rafael Lapesa, Dámaso Alonso o su maestro, Fernando Lázaro Carreter. Nada más.
Hace ya muchos años, cuando me di cuenta de que el rollo éste de juntar palabras y jugar a los dados con los adjetivos molaba mazo, empecé a coleccionar “El Cultural” del ABC que compraba todos los sábados y, poco a poco y año a año, me fui haciendo con un compendio de todo lo que se coció en el artisteo patrio desde finales de los ochenta hasta principios del dos mil, donde tuve que dejarlo estar por mor de espacio. En ese cuadernillo hacía mangas y capirotes con la crítica literaria, Ricardo Senabre. Para mí empezó pronto a ser un mito. Ya podían llenarse las librerías de novedades, ya podía el mercado empecinarse en vender a los grandes o a los no tan grades a bombo y platillo, que si don Ricardo decía que aquello era una boñiga pinchada en un palo, yo le hacía caso a pies juntillas. Y una sutileza que desarmaba, y una elegantísima prosa y un cerebro fuera de lo común. Ricardo Senabre, después de hacer parada y fonda en universidades como la de Salamanca o la de Extremadura, murió el jueves pasado en Alicante, muy cerca del pueblo donde nació: Alcoy. Este es el dato que me dejó todo el domingo con la sonrisa bobalicona y con las ganas de escribir este artículo. ¡Ricardo Senabre era alcoyano, tú!
Alcoy, lo tengo dicho en más de una ocasión, es la caja de Pandora solo que atesora bondades en lugar de maldades y de sorpresas que uno, forastero alcoyanizado donde los haya, va destapando poco a poco, para no atragantarse, para asimilarlas con sosiego.