¡Votad, votad, malditos!

¡Sí, qué pasa. Me refiero al asunto catalán, a Cataluña y a los catalanes que, es de creer, una gran parte deben estar flipándolo a modo. El título de este artículo, aclaro, no es si no una referencia o un guiño a una película del año 1969 filmada y firmada por Sydney Pollak. Corren los tiempos de la gran depresión. Se convoca un certamen sólo inocente en apariencia. Llueven candidatos. Empieza el baile. Mil quinientos dólares de premio al que consiga mantenerse en pie bailando días y días con sus noches, el mayor tiempo posible. La platea llena de espectadores que ríen, comen, beben, sestean y asisten al tremendo espectáculo de ver a gente que enferma de gravedad porque la necesidad les apremia. El título “Danzad, danzad, malditos”

   No sé a qué se debe pero, últimamente, cada vez que dan noticia del plebiscito catalán, me acuerdo de esta película. Lo cierto es que tengo sentimientos encontrados. De un lado soy un acérrimo defensor de la independencia. ¿Quién no querría independizarse de una nación cuyos designios rige una manga de incompetentes, analfabetos, tuercebotas y corruptos? ¿Quién no querría hacer mutis por el foro ante  tanta miseria consentida?  De otro, me daría una tremenda pereza. Eso de montar un país de la noche a la mañana, a fuer de engorroso debe costar un huevo.

   Ahora bien, ¿y si la incompetencia, el analfabetismo y la corrupción estuvieran también en esta parte de la frontera? ¿Y si gritamos per Sant Jordi y tanca Catalunya, y la cerramos y todo viene a ser lo mismo, el mismo pesebre para que se ceben los mismos, la misma mentira, el mismo desencanto? No me creo nada. Las ideologías han muerto. No queda más que la pela y la arrogancia, y una insaciable sed de poder.

   Decía mi medio paisano Unamuno que el mal de nacionalismo se cura leyendo y viajando mucho. Verán. Hago muy a menudo ejercicios espirituales conmigo mismo para intentar en lo posible entender el sentimiento patrio, la mano en el pecho cuando suena un himno o el levantamiento  de culo cuando se iza una bandera.  Pero no puedo.  El orgulloso sentimiento de pertenencia a algún sitio me resulta tan aldeano como respetable, todo hay que decirlo. Pero no lo entiendo. La nacencia en un determinado lugar, me sabe mal decirlo, no obedece más que al grado de cachonda, amorosa o viciosilla verriondez de los que tuvieron a bien meternos en este bajo mundo. El sitio es puro azar.

   A mí me encanta el teatro. Siempre que tengo ocasión y pelas asisto a una función. Pero lo que me gusta de verdad es el gran teatro del mundo que, además,  es gratis y te lo sirven en bandeja a cada momento sin moverte del sofá. No sé cuántos catalanistas hacen una gigantesca uve humana pidiendo la independencia. No sé cuántos españolistas se echan las manos a la cabeza y los españolistas con poder intentando impedirlo. No sé cuántos mares de tinta corren por los medios dando noticia de esta gilipollez con futuribles fronteras. Ahora, el tribunal no sé qué se da una inédita prisa en anular el plebiscito. Ahora, los políticos catalanes acatan la prohibición pero continúan con la bravuconada. Ora se lo llevan caliente los místicos, legendarios, honorables pujoles (los Mas están en el punto de mira), ora los rufianes de la mayoría absoluta (aguanta, Luis, aguanta), ora hay niños catalanes y niños españoles al borde de la desnutrición, ora padres con el palito de la desesperanza (españoles y catalanes) hurgando en la basura. Pero, votad, votad, malditos, que es lo que se espera de vosotros, de nosotros y de todo Dios.

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