Un paseo por el cementerio

Llovía con desgana. Polvo de plomo en el cielo y cruces abriéndose paso entre un contraluz agrisado, básicamente manso. El cementerio era una maraña de gente y olor a desinfectante. Por estas fechas les lavamos la cara a los muertos. La tradición obliga. El resto del año rara vez nos acordamos de que, al lado del “Poli”, hay un hervidero de silencio y ramas secas. En el cementerio, cuando no está cerca el día de difuntos, solo hablan los cipreses y los gatos.

Llovía perezosamente, con caricia de gasa sobre la muchedumbre. Había recuerdos en las miradas y un pacto de silencio y recóndita tristeza en las bocas de todos. Y paraguas grandes y negros como setas calcinadas.

Acompañé a mis suegros a lavarles la cara a sus difuntos. Estaban allí, en fotos ovales viradas a sepia, sonriendo. Fotos que pretenden sacarle un átomo de vida a la nada, fotos de lozanos, saludables muertos. La foto del pasaporte a la eternidad. Muy próxima a la de la familia, había una lápida donde tres vivos idos hacía tiempo, tres veteranos, muy tiznados de blanco y negro, muy empercudidos por el amarillo del tiempo, sonreían a los nichos de enfrente. Un papá, una mamá y una niña de tres años, toda ella felicidad y lacitos blancos y tirabuzones. Y uno con su cámara rondando lo macabro. No hice la foto, porque no me apetecía guardarme en el bolsillo una indefinible melancolía.

Pero sí bajé al panteón de Gisbert a llenar el disco duro de mármol de Carrara y estética modernista, ecléctica, neobarroca, quién sabe.  Belleza para los muertos. En el cementerio de Alcoy, el cementerio más bonito de España, sigue habiendo clases. No obstante, la mano del ángel que pide silencio y la otra mano que apunta a los yacentes, advierte muy a las claras que lo que allí mora, son despojos. Despojos burgueses, pero despojos a la postre. En las criptas como en los nichos o en las fosas comunes ya no se mercadea, ya no se engaña, ni se medra, ni se atesora nada, si acaso los bostezos de las sombras, la urdimbre de las arañas.

Llovía remolonamente, con desgana pero pacientemente. La escultura de Lorenzo Ridaura lloraba por los líquenes que la visten porque la violencia de la naturaleza no entiende de arte y se sube a sus lomos sin mayores miramientos. Musgo y viento solano sobre los brazos de los ángeles.

Hoy se cumplen sesenta años de la primera edición de “Pedro Páramo”, la novela de Juan Rulfo. En ella se transcriben las conversaciones de los muertos de un pueblo fantasma, un pueblo extinto en el que viven y hablan los espectros que lo habitaron.

Yo estaba con mi cámara a lo Rulfo, expectante, el oído atento, el ojo avizor. Pero allí, en el cementerio de Alcoy, a parte de la lluvia perezosa y los parroquianos azacaneados, no había nada más que el murmullo de hoja seca, el tedio de un silencio atronador, denso, elocuente.

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