Ricardo II y Puigdemont
Nadie sabe en estos momentos cómo acabará la pericia de Puigdemont, pues a medida que pasa el tiempo surgen nuevas sorpresas, inimaginables incluso para un escritor de ciencia ficción. En cualquier caso, cien días después de su huida a Bélgica, Puigdemont es un preso en libertad en Waterloo. Y desde esta realidad-ficción del presente me aventuro a abordar su interioridad en la prisión belga que ya habita. Son muchos los reyes de la Historia universal que han pasado por esos trances, de modo que no hay nada original en ello.
A mi me viene a la memoria un bello soliloquio al final del drama histórico Ricardo II, de Shakespeare, en donde el rey, encarcelado, exterioriza su estado mental y se enfrenta a su yo mortal. Depuesto de su trono por Enrique de Bolingbroke (dinastía de los Lancaster), contempla la muerte en la mazmorra de un castillo —sus asesinos están de camino: él lo ignora, pero la audiencia lo sabe—. “He estado dándole vueltas a cómo podría yo comparar la cárcel en que vivo con el mundo exterior. Y como el mundo está lleno de gente y aquí no estoy más que yo, no he podido hacerlo. ” (5.5.1-66). Es un soliloquio introspectivo sobre la mortalidad, más largo que cualquiera de los que aparecen en Hamlet, demasiado largo para reproducirlo en su totalidad en estas líneas y que ponen de manifiesto además el profundo conocimiento de la Biblia por Shakespeare. En esas circunstancias llega la hora de sincerarse con uno mismo: “Así yo, siendo uno solo, represento a muchos aunque ninguno esté contento…, pero fuese yo rey o mendigo, yo o cualquier hombre que no sea más que un hombre, ya nada podrá satisfacernos más que la paz de no ser nada”.
Los soliloquios no solo tiene lugar sobre un escenario; pueden aparecer en nuestras vidas a modo de monólogo interior cuando el silencio y la soledad nos llevan a pronunciar inexorablemente el “Consummatum est” (Jn 19:30), a meditar sobre el final de las cosas o el “aneantissement de nostre estre” , que diría Montaigne en “La fisonomía”, es decir, “la aniquilación de nuestro ser”. Esperar el desenlace final de una tragedia, y la de Puigdemont lo es, es asistir a la propia muerte. Muerte metafórica, ciertamente. Llega el momento de explicar con valentía cómo ha sido este capítulo del procés y cómo va a acabar, y de paso explicar si la próxima propuesta de “referéndum pactado” será unilateral o multilateral para el resto de españoles, si las urnas tendrán votos depositados antes de las 8 de la mañana, o si con unos resultados electorales como los de diciembre pasado merece la pena instaurar la república catalana sin riesgos a una guerra civil, etc.
Cualquiera aprende las lecciones que emanan de esta obra shakespeariana: las consecuencias de la lealtad a un mal rey que cree en el derecho divino de los reyes y que está rodeado de aduladores corruptos, de un rey débil, déspota y proclive al lujo y la pompa, un rey que vive en la mejor casa en que un monarca inglés nunca antes haya vivido.
Ricardo II es un rey incompetente que desoye a sus consejeros, que lleva al país a la bancarrota. Al final el círculo se cierra y el rey usurpador muestra admiración por el rey depuesto y ya muerto: “Peregrinaré a Tierra Santa para lavar de mis manos culpables esta sangre”. Nunca es tarde para la curación, para el acto purgativo, para el reconocimiento del camino avanzado.
Alguien debería proporcionarle a Puigdemont un espejo en el que mirarse en las largas noches de Waterloo mientras, recitando algún soliloquio, trata de encontrar su ritmo discursivo final. Ricardo II pidió uno para ver si la pérdida de su título de rey le había afectado externamente en algo y acabó rompiendo ese “flattering glass” (espejo adulador) contra el suelo.
En determinados momentos de nuestras vidas es conveniente meditar la teoría atómica de Lucrecio —todo está formado por átomos que una vez disueltos se convierten en nada, es decir, nada más contrario a la ortodoxia cristiana—. Puigdemont debería darle vueltas a esa elucubración de átomos secesionistas que una vez diluidos quedarán en nada. Por ahora, claro.