Recuerdos de la niñez

El otro día vino mi nieto, que tiene nueve años y no me lo saco de mi casa ni a escobazo aunque eso para algunos parece ser una bendición de Dios, a importunar el trabajo que estaba haciendo en mí despacho. Curiosamente no estaba trasteando con el móvil o la “pesevita”, como él la llama y que no es otra cosa que un artilugio diabólico con muchos juegos en su interior, sino haciendo sus deberes escolares y entre ellos había uno en el que tenía que hacerme una entrevista para averiguar que hacían los mayores de ahora a su edad.

De momento no supe que responderle, he de reconocer que me cogió “in albis”, pero rápidamente los recuerdos afloraron a mi mente. Me gustaba salir a la calle, le dije, para merendar después del colegio, pero no podía hacerlo, siempre habían un par de chicos poco mayores que yo y sobre todo con muchas más hambre que me lo arrebataban, para zampárselo entre ellos. Vivía en un lugar privilegiado, una casa grande y soleada con un balcón que daba a una enorme plaza en donde durante la guerra se instaló un refugio para preservarse de los bombarderos. Con independencia de la parte subterránea, sobre la plaza subsistía un montículo de más de tres metros de altura, de piedras y tierra, para amortiguar el impacto de las bombas y el primero de esos elementos era la munición adecuada para que los niños y no tan niños de dos calles aledañas: la de San Juan y Barbacana, solventasen sus diferencias haciendo “arcadas”. Al principio solo era un simple espectador, desde la posición privilegiada de mi balcón, pero poco a poco fui animándome y me escapaba de casa para participar en la lucha. Me incorporé a uno de los bandos que eran los de la Calle San Juan, como pudieron ser los otros, y allí hice amigos. Las batallas eran a primera sangre y cuando a alguno le cascaban la cabeza con una piedra los potenciales ganadores se marchaban clamando su victoria, mientras que a los vencidos les quedaba el sambenito de llevar al herido a su casa y rendir cuentas a su madre.

No siempre nos portábamos tan bárbaramente aunque siempre infringiendo la ley, pues parecía que todo estaba prohibido. Las calles era nuestra pues apenas pasaban coches por ellas, queríamos practicar deporte, pero no teníamos en donde hacerlo. La vía pública nos bastaba. No teníamos pelota pero Alcoy siempre ha sido una ciudad textil y a la puerta de cualquier fábrica encontrábamos lo necesario. Borra, un trozo de tela y sobre todo hilo. Al núcleo de borra y tela, al que a veces reforzábamos con una piedra para ganar peso, le dábamos infinidad de vuelta con el hilo y formábamos un ovillo que a falta de algo mejor, nos servía de pelota. Los guardias municipales no tenían coches que multar, pues los pocos que circulaban eran todos de gente importante y con ellos era mejor no meterse; se podía aparcar en donde el “chofer” quisiera y si querían multar a alguien lo hacían con los niños que en la calle jugaban con la pelota. Si entraban por una bocacalle escapábamos por la otra, así es que no tenían más remedio que formar equipo y entrar por ambas a la vez para sorprendernos en medio. No era fácil cogernos y la mayoría lográbamos escapar, pero siempre conseguían atrapar al más débil y eso les bastaba, para que mediante amenazas denunciase al resto. No tenían ningún inconveniente en perder dos o tres horas en ese “trabajo” y solo se daban por satisfechos cuando lograban localizar a tres o cuatro más de los componentes de la cuadrilla a los que multar. Hubiese podido continuar explicándole multitud de anécdotas como las presentes y que harían esta historia interminable, pero como muestra bastaba un botón.

Para colmo de males llega mi hija, lee todo lo que el niño ha escrito y me critica que le cuente esas cosas, pues sobre todo, según ella, no son muy edificantes ni éticas. Y eso que me guardé cosas como, por ejemplo, el mal trato en las escuelas, pues todos sabemos que en aquella época “las letras con sangre entran”. Pero… ¿Qué debía haberle contado? ¿Mentiras piadosas? No lo tengo muy claro. Pero desde luego no cambiaria mi niñez, a pesar de todos los pesares, por otra.

Finalmente la cordura impera y mi hija consiente en que presente el trabajo tal y como le he contado. Le pregunto a mi nieto, al día siguiente, qué opinión le había merecido a la maestra. “Que es muy chulo y sobre todo original”, me responde. ¡Que iba a decir la muchacha si tampoco ha conocido esa época¡ Todo ello trascurrió en Alcoy a principios de la década de los cincuenta del siglo XX.