Recordando a Lutero
“S álvame, santa Ana, y seré fraile”, gritó Martín Lutero cuando un rayo casi acaba con él en medio de una tormenta. Resulta interesante observar cómo este fraile agustino se desprende de su ropaje medieval —la cita inicial es un ejemplo— y se reviste de modernidad con su actitud pugnaz y combativa a lo largo de toda su vida. ¿Su arma predilecta? Los libros, la palabra escrita: durante treinta años escribió un libro cada quince días. Saquen la cuenta. Esto además de los panfletos, que eran la forma de limar diferencias y aclarar malentendidos con los contrincantes que salían a cada paso con cada una de sus nuevas propuestas.
Después de una visita a Roma —¡con la única vez que saldría de Alemania tuvo bastante!—, se rebela contra el negocio de la Iglesia con las bulas que perdonaban los pecados pasados y también futuros. Antes de Lutero, la Iglesia no había sufrido ningún embate doctrinal de enjundia y si alguien se había atrevido a poner en duda su magisterio, había acabado en la hoguera. Este era el tipo de diálogo que ofrecía la Iglesia medieval al discrepante.
No dejó títere con cabeza. Basándose en que no aparecían en la Biblia, Lutero arremetió contra el carácter sacramental del matrimonio, el Purgatorio, el celibato clerical, las peregrinaciones, los conventos, las misas de difuntos, la adoración de la Virgen y los santos, la confesión, la extremaunción, etc. Es decir, todo lo que supusiera una distracción para relación personal del hombre con Dios. El ritual dejó de ser el centro de la religión y su lugar fue remplazado por el sermón, de ahí que el sermón junto con la Biblia fueran elementos centrales en el protestantismo, que se convirtió en una religión de la palabra y la escritura.
En De captivitate babylonica Ecclesiae (1520), en su intento de destruir la doctrina tradicional de la Iglesia católica, niega que el matrimonio sea un sacramento. Para él es un negocio civil. Arremete contra la confesión “auricular”, contra la misa considerada como un sacrificio —“¿dónde está escrito que las misas sean sacrificios?”—, contra los votos monásticos, contra los monasterios, contra el celibato como imposición papal, etc. Veinticinco años más tarde, en otro libro contra el papado de Roma, dedica a las autoridades eclesiásticas las calificaciones más irreverentes y soeces: “puercos epicúreos”, “escuela de granujas, iglesia de burdeleros y hermafroditas”, “establo de zopencos y burros”, etc.
La idea luterana de que es responsabilidad de las mujeres ocuparse de la casa y cuidar de los hijos tuvo gran aceptación entre los protestantes de Inglaterra, por ejemplo. No olvidemos que estamos en una sociedad eminentemente patriarcal. En ese aspecto Lutero no fue muy revolucionario. Es una idea que también está muy en la línea del pensamiento conservador de Luis Vives, que sostenía que una mujer de clase media solo necesita entender su religión y administrar la casa. Fray Luis de León en La perfecta casada (1583) relacionaba las cualidades femeninas: “ser hacendosa”, “no ser gastadora”, “evitar el ocio”, “ser limpia y aseada”, “no hablar mucho”, “evitar el uso de afeites”, “proveer a la familia”, “cuidar de abastecer su casa”, etc. Los consejos domésticos para las mujeres apenas varían en el siglo XVI. Lutero era firme defensor de la educación formal de las mujeres y de las mejores escuelas para chicos y chicas para que los hombres puedan gobernar mejor y las mujeres puedan regir bien la casa e instruir a los hijos y sirvientes. La idea de que la mujer quedara relegada al ámbito doméstico-familiar ha sido la norma en vigor hasta muy recientemente.
Recomendaba el divorcio en caso de impotencia, adulterio, abandono del hogar, incompatibilidad de caracteres o la negación de uno de los cónyuges a practicar el sexo, e incluso la bigamia en casos como los de Enrique VIII de Inglaterra, pero condenaba la prostitución apartándose en este tema de san Agustín, que sostenía que era preferible que un hombre que solo buscara placer sexual tuviera sexo con una prostituta antes que con su propia mujer, ya que al menos de esta forma no se corrompía a una mujer honrada.
No fue muy predicador, si acaso polemista. Su arma, como hemos dicho, eran los libros, la palabra escrita. Y la imprenta fue fundamental para la expansión de sus ideas, de tal manera que para un historiador la Reforma fue “la salvación mediante la imprenta”. Escuchar la palabra o leerla era lo que importaba. Pero para entenderla había que traducirla del latín al alemán, y también para eso tuvo tiempo.
En fin, todo esto suena a materia del pasado. ¿A quién le interesa hoy el solifideismo o justificación por la fe sola, o que si él propuso la consubstanciación en vez de la transubstanciación? “Sola fides, sola gratia, sola scriptura, solus Christus, soli Deo gloria” no es la letra de una canción de rap, sino el credo teológico protestante. Hoy en día, la verdad sea dicha, a muy poca gente se le ocurre leer la Biblia y le trae sin cuidado que el matrimonio sea o no un sacramento. O que “misa” y “servicio religioso” sean o no lo mismo. Y les da igual el Antiguo que el Nuevo Testamento. Estos son los signos de los tiempos en que vivimos, estos son los frutos del “laicismo” en el que estamos instalados, una palabra que, por cierto, debe producir repeluzno en la curia romana o en cualquier curia diocesana cada vez que se pronuncia.