Pasolini

Con escasos veinte años, en la sala de algún cine, un camión enorme  me pasaba por encima. No entendía la estética de Pasolini. No entendía la sensación de pesadilla, ni la descoyuntura como de danza macabra medieval, ni su forma de contar, ni sus silencios atronadores, pero me dejaba atrapar con una mezcla de estupor, curiosidad y desasosiego.

Con escasos veinte años yo no estaba preparado para ver las películas de Pasolini, como no lo estaba para tragarme enterito “Así habló Zaratustra” o “Humano, demasiado humano” de Nietzsche. Formaba parte del postureo de jovencito jugando a intelectual y a poeta místico. Subrayaba  los libros de Nietzsche con un lápiz gordo que escribía azul por un lado y rojo por el otro aunque en un conjunto, no entendía ni papa. Como subrayaba en la memoria las complejas distorsiones de “Los cuentos de Canterbury” o “El evangelio según San Mateo”. A la crudeza neorrealista de esta última había que añadir la densidad febril de Bach en su banda sonora. Un Bach espeso y metafísico que sacaba a llorar a sus sopranos por el Gólgota.

Pasolini era políticamente incorrecto y bestialmente efectivo. Quería sorprender y escandalizar. Él mismo llegó a reconocer sentir un gran placer siendo escandalizado, tanto como siendo escandalizador.  Sus escándalos consistían en mostrar la realidad en cueros. Buscarle poesía a la depravación como un nuevo marqués de Sade de la imagen. Enseñaba como nadie las encías de lo real y se apoyaba en figurantes que hacían que apretaras con fuerza los brazos de la butaca. Pintaba como un Brueghel con el temple de huevo del celuloide, atormentaba a golpe de fotograma como una pesadilla de El Bosco. Sus películas no tenían como fin último el entretener, si no el despabilar, el zarandear. Andrajos y blanco y negro, sonrisas bobaliconas o carcajadas que partían de la nada en dos. La estética de lo feo, como un Goya escéptico y socarrón.

El lunes pasado se cumplieron cuarenta años de su muerte. Una muerte muy acorde a su punto de vista estético. Una muerte violenta, bárbara y absurda. Le destrozaron la cabeza a golpes de bastón y le pasaron un coche por encima. Dicen que fue un tal Pino Pelosi, un chaperito de diecisiete años al que había solicitado servicios. Fue en la playa de Ostia, cerca de Roma. Nunca ha llegado a esclarecerse del todo el caso.   Pero para mí tengo que los que mataron a Pasolini eran fieles fanáticos esbirros de lo políticamente correcto. Creo que no sólo era yo, con escasos veinte años, el que no estaba preparado para ver las películas de Pasolini  si no toda una sociedad constreñida que no entendía que alguien, yendo a la contra, pudiera alcanzar tan altas cotas de endiablada belleza. El arte ha de servir (entre otras cosas) para remover conciencias, para replantearse todo, para desestabilizar.

A veces va la vida en ello. A veces matar a un ruiseñor zascandil es como romper a puñetazos el espejo en el que nos reflejamos. La venganza es la obra, que perdura en el tiempo, para el que quiera hacerse con ella, para el que quiera mirarse en ella, para el que tenga la valentía de  verse reproducido en el azogue de los añicos.

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