Panorama de diciembre
Este es el mes que se escapa ya del otoño con su rancia melancolía puesta como un aviso anual en la hoja del calendario. Es diciembre que está aquí como una proclamación fastuosa de los días que se avecinan ante la próxima Navidad que está llamando a la puerta. A la vista está el irremediable jolgorio que se anuncia con las luces colgantes que engalanan las principales calles de la ciudad, porque ya todo suena a una felicidad instituida con el fin de conmemorar la Epifanía recordada de siglos y también el paso a un nuevo año rondando los deseos que van sonando como una jaculatoria facilona y útil, trepidando las palabras que son ritos ante los augurios eficaces para el contento, pronunciados por la gente de bien.
He aquí este mes puesto en la última hoja del almanaque con el fin de normalizar las conductas buscando lo entrañable de la cercanía y así avivar los buenos sentimientos que en unos días salen a flote. Esta es la idea principal. Son jornadas donde se va urdiendo una armonía precipitada. La alegría se establece como una norma añadida a todo un sistema de regocijo alborotado con fechas para las comidas de empresas y otros vaivenes festivos que quieren consolidar, sobre todo, la razón de un buen entendimiento como una norma civilizada que se ejerce.
Y como una estela regocijante ya se habita y vitorea en diciembre: hileras de luces en los balcones y belenes en los hogares, el consumo que se precipita en su alocada carrera, se gestionan treguas de paz en los conflictos bélicos y los políticos ansían estas fechas para aliviarse de sus enfrentamientos y así lograr el beneplácito del ciudadano. Pero también hay mucha gente que vive con amargura su soledad y en estas fechas aumenta su fatal melancolía. Es diciembre, días de decretada felicidad, sí. Para unos, regocijo, para otros, tristeza. Pensándolo bien, no debiera haber fiestas donde se alimenta la congoja. Pero así está hecho el mundo, con sus reclamos y temblores ante la consecuencia de vivir, o malvivir en esta llamada existencia.