Los columnistas de ayer y hoy
Aquel Ruano escribía sus artículos en la cafetería “El Teide” en un Madrid burgués e irresistible en la gran definición de Valle Inclán que bautizó a la ciudad como “corte de los milagros”. Era el gran Cesar de las letras en la mitad del siglo veinte que llegaba a escribir hasta cinco artículos diarios en una mesa de café flotando entre aromas de tabaco y el alcohol de la costumbre como un “don de la ebriedad” para fortalecer la ansiada inspiración y así cumplir con sus obligaciones en los periódicos. Dicen que al café llegaba un motorista enviado por el ABC para recoger las cuartillas del escritor, a veces hasta manchadas de aceite, fruto de una bohemia en el desliz de una frecuente exaltación alcohólica. Cualquier redactor jefe hubiera arrojado a la papelera aquellas hojas ante tamaño percance visual, pero todo se le permitía al leer la belleza de sus escritos, ese caudal de caligrafía a veces entre barroca y lírica que
iba a ser rescatada a la velocidad urgente de las linotipias para ser transformada velozmente en el plomo de las palabras para las paginas sugestivas del diario.
En esa época la libertad de prensa estaba amordazada por la moral estricta del viejo general pues no permitía ninguna sacudida perversa en las costumbres de los españoles. Por eso a raíz de semejante adoctrinamiento, los articulistas de entonces eran unos señores iluminados con una fe ciega en el idioma que por las ideas del dictador solo utilizaban el vocablo con frases reverentes para el sistema sin mácula de denuncia al comportamiento de sus dirigentes. Había que saber leer entre líneas, profundizando las metáforas de los osados escritores que disparaban sus dardos burlando la vigilancia perseverante de los censores. De aquel tiempo queda, aparte del incienso ofrecido al general, el fruto decisivo de una gran belleza literaria manifestada en los escritos que se publicaban en la prensa oficial del régimen. Campeaba el soplo de la palabra bien definida en toda su plenitud. Y Ruano era el gran maestro. A él acudía en las mañanas prometedoras del café, Francisco Umbral en un revuelo de folios en blanco con su Olivetti bajo el brazo, buscando consejo del admirado escritor para luego trasladar la riqueza de su estilo tecleando su maquina de escribir con la yema de sus dedos. De aquella época de ruborosa negritud surgieron los buenos estilistas de la palabra, pues ante un murmullo de silencios apretados iba germinando un fervoroso enamoramiento al idioma encontrado a diario en la lectura de sus textos que iba ofreciendo el fragor sublime de la letra impresa.
Eran esos tiempos de ceniza que se amparaban solo con el arma de las linotipias buscando la gracia protectora de una revelación cotidiana. Sobre todo ofrecían buena prosa, que uno, aprendiz siempre de la palabra, admiraba con veneración. Antes eran los articulistas, ahora se les llama columnistas, que es una moda venida de la prensa americana con sus destellos de libertad que afortunadamente con la democracia despunta por nuestros lares. Son los nuevos tiempos, lo sutil de la información, ese compromiso desbordante de comunicarse con sus fastuosos imperios que a veces no se controlan. Escribidores de los periódicos, machacando la actualidad con los medios cuantiosos de estos tiempos, ya sin censura, oh libertad sagrada, de adjetivos tronadores, buscando la verdad por delante, sin espesuras para la palabra definida; columnistas de hoy que denuncian a algunos políticos perversos y mediocres, especulando con la trampa y la corrupción que han asolado al país;