Las aulas de mayores
No tienen prisa. Una de las muchas cosas que he aprendido de ellos es su escasa o nula noción del tiempo. Se sientan despacio, dibujan despacio, preguntan despacio y en muy pocas ocasiones miran el reloj. No tienen prisa porque nadie les apura, ni un jefe, ni un horario riguroso, ni la búsqueda de la vida que ya hace mucho tiempo que la tienen encontrada y bien atada.
Ya hace dos años que doy clase de dibujo y pintura en el Viaducto, en las aulas de la tercera edad (perdonen lo espantoso del eufemismo) y me colma una suerte de sosiego, una pequeña dosis de esa calma que a ellos les sobra. Esta está siendo una de las experiencias más enriquecedoras que he tenido la fortuna de vivir. Dos horas al día paso del tráfago mundano al pequeño paraíso donde todo se detiene. Tienen un aura de dulce escepticismo que contagia, viven el momento y piensan eso de que nunca pasa nada y si pasa no importa. Su constancia es envidiable, su paciencia infinita y sus minutos una nube que agarran por el rabo en cada pincelada.
Hace un rato que he vuelto de la clausura de la exposición que hacen todos los años por fin de curso. Este año tocaba en la capilla del antiguo asilo de los pobres, en el Camí. Sus cuadros, sus descubrimientos, sus hallazgos de óleo y carbón iban desapareciendo a medida que iban siendo descolgados y engullidos por una bolsa de plástico.
Y se despedían de mí con un abrazo, un beso, y esa mirada limpia con la que me miran durante el curso. Miran con el aseo de los que no se conforman con vivir su júbilo delante de la tele o recebando con palomitas a los patos de La Glorieta. De los que saben que ahora, de verdad, empieza lo bueno. Que lo de darle al tornillo en la fábrica, a la Olivetti en la oficina, a la azada en el mas o al fonendo en la clínica era flor de un día o de cincuenta años, que cumplían con las expectativas pero que no les llegaba para entender el silencio de la Gioconda, las noches luminosas de Rembrandt, la dulzura apocalíptica de Modigliani, o la barbarie de una espalda crispada de Miguel Ángel.
Y ahora que ha llegado el momento, que lo tienen todo hecho, echan el resto por hacer lo que siempre quisieron. No hay mejor alumno que el que trae hambre atrasada ni mejor forma de aprender que el deseo de hacerlo. Y ellos saben lo que es desear y esperar.
Estas tardes machadianas, este sol del mediodía, estas lluvias de hostigo, esa sabiduría que otorga el tiempo, estas diminutas felicidades entre pelo cano y almas dulces, este año no lo cambio por nada. Ni siquiera por un sueldo digno, que no hay sueldo más espléndido que una sonrisa de gratitud, un guiño de complicidad o esas lágrimas de emoción que preceden a todo descubrimiento. Y este año, chicos, y ahora os hablo directamente a vosotros, habéis, hemos descubierto mucho entre todos. Temblabais cuando erais conscientes de que saltaba del papel o del lienzo la tercera dimensión, cuando los ojos de un retrato vuestro, salido de vuestras manos, os miraban directamente a vuestros ojos y os hablaban, cuando os reconocíais caminando por vuestro propio paisaje al pastel, cuando reinventabais a Picasso, cuando Leonardo os daba el espaldarazo definitivo bajo vuestro lapicero, cuando un bodegón vuestro os invitaba a coméroslo, cuando no cabía más felicidad en tan poco espacio.
Estoy muy contento, chicos, porque este año, y sé que me vais a entender, a todos, sin excepción se “os ha aparecido el Espíritu Santo” y habéis (hemos) comprendido que en la simplicidad de un trazo puede haber un motivo de peso para seguir en marcha, orgullosos y erguidos.
No tengo mucho más que decir. Sólo daros las gracias por todo lo que me enseñáis todos los días y por esa gracia que tenéis para hacerme sentir en familia, en casa.
Fins el curs que ve, chics.