La película de la Navidad
Recientemente en una sesión de cineforum del Círculo Industrial se proyectó “Qué bello es vivir”, esa película que todos los años por estas fechas la ponen las televisiones de más de medio mundo, Franc Capra decía que era su mejor película.
Es una película, de 1946, el cuento de un moderno Charles Dickens, que enseña lo que es la bondad, y cómo el protagonista a lo largo de su vida, más de una vez, sacrifica sus aspiraciones en beneficio de otros, y, aunque su renuncia le duele en el alma, afronta su destino, y por añadidura en la empresa familiar de empréstitos que dirige beneficia sistemáticamente a sus clientes, a los que jamás agobia, sintiéndose afortunado por la alegría de aquellos a los que favorece.
“Qué bello es vivir” es, ni más ni menos, un film sobre la felicidad, su final es una explosión de solidaridad en el verdadero sentido católico del amor fraterno, así vemos en la película que, en plena Navidad, es el pueblo el que reacciona en favor de alguien que saben ayudaba a todos, quedando claro que únicamente el culpable del apuro –ahogo-, en que se encuentra el protagonista, es el malvado –el malo de la película-, el que no se suma al espontáneo agradecimiento, es decir se descuelga de la unión moral de hombres y mujeres de toda condición, la Navidad.
Existe otra película de catorce años antes, “La locura americana”, en la que el director general de un banco, que tenía por norma mirar por los ciudadanos, es tentado por otro banco muy importante amenazándole con absorberlo, usando la palabra fusión, a lo que el pequeño banco se niega, invocando que su misión era estar al lado de su clientela, las clases media y baja, y al igual como en la película de la Navidad, la de Capra, es el pueblo –un barrio de Nueva York- el que actúa y logra desbaratar la “merienda” al opulento, defendiendo y apoyando la postura del director, aumentando los depósitos de ahorros.
Ambas películas pueden muy bien recordar las atropelladas fusiones de las cajas de ahorros, como se las succionaban los bancos, minusvalorando los principios de nuestra cultura, o sea los que desparrama “Qué bello es vivir”, que son los valores del humanismo cristiano, los de la Navidad, los que exaltan el relato de amor, de esperanza, que cada diciembre nos transportan al desbordante cariño que nos envolvía en el hogar paterno –o de nuestros queridos abuelos-, y con un pellizco de melancolía nos despierta ideales y sueños ante el belén, mientras nos parece estar masticando “els mantecats i rollets d’aiguardent” de nuestras abuelas.
Esta nit tinc que tocar
un pandero i un chiulit,
i no tinc que descansar
hasta que caiga rendit.
A la run, run, a la run, run…