La obsolescencia programada
El pasado fin de semana estuve en Barcelona, fui a ver al Barça y al Alcoyano, claro. Y aprovechando el evento, me dediqué el día anterior y la mañana del mismo sábado a hacer turismo. Como es bien sabido, no hay turismo que se precie si no queda constancia en una foto y con esa intención me dispuse a disfrutar de la ciudad condal.
Tengo una cámara de esas medianitas. Ni mala, ni buena. Decente podría llamarla. Pero claro, ¿Quién se la lleva teniendo cámara en el móvil? El caso es que empiezo a hacer fotos y notaba como que la calidad no era muy buena, así que con una bayeta de las de limpiar gafas, me pongo a la tarea de limpieza de objetivo, que a saber de qué podría estar sucio. Pero nada, la cámara sacaba unas fotos como con “telilla”. Por la noche, cuando tenía necesidad de usar el flash, la cosa fue a peor y ya, cuando vi que un amigo con un móvil peor, –en teoría– que el mío, sacaba las fotos nítidas, empecé a mosquearme en serio.
Llego a Alcoy y aviso al servicio técnico, por ver si era una chorrada, pero lo primero que me pregunta es que desde cuándo tengo el móvil. Al contestarle que casi dos años, escucho por teléfono un “ja” medio contenido. ¿Cómo que ja?, –digo–. Pues que a partir de esos meses empiezan a fallar, –me contesta el técnico–.
No llega a dos años señores, ¡y ya falla! Y cuesta una pasta, que les llaman gama media para que nos sintamos pobretones y apuntemos más arriba a la hora de elegir nuestra compra, pero que son casi cuatrocientos del ala lo que hay que desembolsar. Así que el miércoles, tomando café con una amiga, yo erre que erre con mis quejas, cuando de pronto me dice: “Eso es por culpa de la obsolescencia programada”. Me abrió un mundo, oye. Porque yo ya sabía que los electrodomésticos están hechos para que duren cierto tiempo y nada más, pero ponerle nombre al asunto… ¡son palabras mayores! Y sí, sí. Se trata de un verdadero complot. Los fabricantes, crean los productos con una vida útil planificada deliberadamente de antemano.
No recuerda nadie aquella nevera Westinghouse, que incluso se heredaba porque no se rompía nunca. ¿Y la tele? ¿Recuerdan aquellas teles donde se colocaban a modo de adorno sevillanas, torres de Pisa o Vírgenes del Pilar, según fuera el caso? Bueno pues aquella tele se estropeaba, venía el técnico, cambiaba la lámpara, (siempre era una lámpara lo que fallaba) y a seguir viendo Un, dos, tres, responda otra vez… tan ricamente.
Sin embargo, ahora compramos lavadoras que se estropean a los 2.500 lavados exactos y ya no se pueden reparar; baterías de móviles programadas para que duren menos de dos años; televisores limitados en 20.000 horas de duración… son solo algunos ejemplos de las estrategias utilizadas por los fabricantes para reducir la vida útil de los productos. Y es que los bienes que compramos ya no duran mucho más de los dos años de garantía. ¿Casualidad? No, ciertamente no.
Al ir a escribir sobre este tema y buscar documentación, he encontrado curiosidades como que las primeras medias de nailon comercializadas a finales de los años 20, eran prácticamente irrompibles. Su éxito entre las mujeres fue total, pero descendió la venta de este tipo de productos porque no necesitaban comprar otras nuevas. Pocos años después, se comenzaron a comercializar unas medias más frágiles y que se rompían con extremada facilidad, –que nos lo digan a las mujeres y a algunos hombres con aficiones pintorescas– lo que multiplicó el número de ventas.
Si hablamos de impresoras, la gran mayoría de estos productos contienen un chip que registra el número de impresiones. Cuando estas llegan al límite marcado por el fabricante, automáticamente dejan de funcionar. Existe la posibilidad de repararlas, pero sale más barato comprar una nueva, que esa es otra…
Así, resulta que existe una interminable lista de artículos que no duran más porque están programados para morir: Bombillas cuyo pacto de vida útil está estipulado en 1.000 horas, automóviles con cajas de cambios que funcionan unos 250.000 kilómetros y frenos que después de un ciclo “predeterminado” de frenados comienzan a perder capacidad…
Y luego están las otras “gatadas”. Como cuando se estropea una pequeña pieza del limpiaparabrisas, –quizá un simple tornillo– y estamos obligados a cambiarlo entero. Capítulo aparte merecerían aquellos utensilios para los cuales simplemente, no existen recambios. ¿Se estropea…? Fuera, ¡uno nuevo!
La obsolescencia programada es una putada para el consumidor, y es además la pescadilla, que de tanto morderse la cola, acaba por comerse a sí misma, porque, desde luego, habría un aumento del poder de compra de los consumidores si se prohibiese la obsolescencia programada, pero ¿Qué sería sin embargo del fabricante y el vendedor a los cuales, obviamente beneficia?
Lo mismo, lo mismito, ocurre con los políticos, por lo menos con algunos. Que tienen sus buenos años, –ya he especificado que “algunos” – pero luego se desbaratan, se rompen, se escacharran… y ya no sirven. Y a propósito de engañifas, tanto si son aparatos que cuestan más de lo que valen, como si son políticos que nos cuestan la vida misma y no se lo merecen…
¿Qué opinión les merece el “pequeño Nicolás”? El tío es un fenómeno. Veinte añitos…, que estaba yo por entonces deshojando la margarita de la vida… y el chaval, se hace pasar por miembro del CNI, se codea con las altas esferas, realeza, políticos de altura, potentados de la economía. Todo eso con una carita de las de darle pellizquitos y las estrenas en Navidad. Y luego decimos, yo la primera, que la cara es el espejo del alma.
Me ha fallado mi capacidad de percepción, ¡debe ser que sufre de obsolescencia programada!