Un lugar especial en el infierno
Cuando a los romanos se les ocurrió convertir Londinium en capital de la provincia Britania, esta era un lugar peligroso y alejado del mundo civilizado en manos de tribus celtas. Londres, hoy, sigue siendo un lugar peligroso. Sin embargo, el país, con los faros de Oxford y Cambridge, atrae a las mentes más preclaras de todo el mundo, y estoy convencido de que el mundo que habitamos sería más ignorante sin la aportación del mundo anglosajón a los campos más diversos del saber. Hasta el ibuprofeno que todos tomamos de vez en cuando fue inventado por un inglés.
Al presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, seguramente harto a estas alturas de los negociadores británicos del Brexit, se le ocurrió decir hace unos días que se preguntaba el aspecto que tendría en el infierno el lugar especial para quienes impulsaron el Brexit sin un esbozo claro de cómo llevarlo a cabo. El coordinador del parlamento europeo para el Brexit, también cansado, añadió que dudaba de que Lucifer les diera la bienvenida en ese lugar, ya que serían capaces incluso de dividir el infierno, como hicieron con la Iglesia en el siglo XVI.
Iniciadas las conversaciones para el divorcio, desde un principio Bruselas planteó la necesidad de establecer ‘un mecanismo de protección’ o backstop para impedir el nacimiento de una frontera física entre las dos Irlandas. Al final, el gobierno de May la aceptó a regañadientes, a pesar de su oposición inicial al interpretar la artimaña de la UE como un sometimiento a las normativas europeas. Esa salvaguarda establece que mientras no se encuentre una salida más adecuada para la isla irlandesa en su conjunto, Reino Unido y la Unión Europea compartirán un territorio aduanero único para evitar controles sobre los productos entre las dos Irlandas hasta diciembre de 2020 más una prórroga máxima de dos años si no se consensúa un acuerdo comercial que zanje la cuestión.
Una y otra vez se empeña Theresa May, en su táctica hamletiana de ir posponiendo las decisiones drásticas, en ir a Bruselas cuando sabe que le van a decir no a lo que pida. La premier británica es el típico estudiante que, agotadas todas las convocatorias de examen, llama una y otra vez a la puerta del departamento y pide una convocatoria extraordinaria, aun a sabiendas que las actas están firmadas y custodiadas en secretaría y que nada se puede hacer.
A estas alturas, el backstop o salvaguarda irlandesa se ha convertido en la piedra molesta del zapato que, por las prisas, uno no tiene tiempo de agacharse a quitársela y lanzarla por los aires. Y ahí tenemos a la pobre Theresa May, castigada por su parlamento a ir a Bruselas una y otra vez, no pudiendo cumplir ninguna de las promesas hechas. ¡Qué duro debe ser para ella, después del revés recibido en su casa el mes pasado, ir ahora pidiendo una nueva convocatoria! ¡Qué duro saber que el backstop no se puede romper por una de las partes!
En la tragedia del Brexit los actos más sangrientos aún no se han escrito. Y la escena de la salvaguarda irlandesa es crucial para el desenlace. Crucial porque es bilateral. Crucial porque cada parte se aferra a una posición. Bruselas quiere una salvaguarda irlandesa no renegociable, y se aferra a que la frontera entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda, tras el Brexit, se convierte además en la frontera entre la UE y el Reino Unido, es decir, no se trata solo de respetar los Acuerdos de Viernes Santo de 1998 que garantizan la paz en la zona sino también de asegurar que se protege el mercado único y la unión aduanera, y que la República de Irlanda no se convierta en la puerta de atrás por donde entren de Reino Unido productos sin control alguno. La República de Irlanda no quiere fronteras físicas del pasado, tema que repalda Tusk, quien además les ha prometido ayudas económicas. ¡Todo un galimatías, ya ven!
Curiosamente en el texto escrito de 585 páginas que May entregó en Bruselas a mediados de noviembre la backstop solution solo aparece una vez en la página 302 incluida en el protocolo sobre Irlanda / Irlanda del Norte, mientras que la palabra frontera (border), sale 25, y los trabajadores de la frontera (frontier workers), 16.
Ese texto era, según May, el mejor acuerdo posible porque defendía los intereses de los granjeros, pescadores, empresarios y exportadores, pero el Parlamento no lo aceptó porque recelaba del backstop. Ahora May acude a Bruselas con el mandato del Parlamento de que se elimine del acuerdo del Brexit el dichoso backstop, lo que supondría que no habría una frontera dura entre las partes. En este puzzle parece que no hay, en principio, demasiadas piezas. El problema lo crean los jugadores en el momento de querer encajarlas, cada uno a su gusto.
No se preocupen: la semana que viene hay más Brexit; y la que viene y la otra. Es una historia interminable en la que cuando uno escribe algo, ya se ha movido de nuevo alguna pieza, pero sin encajar. ¡Cuanta paciencia está demostrando la UE con los británicos a cuenta de este maldito divorcio! ¡Y cuanto lo van a lamentar los que se quieren separar! A mí me interesa todo esto porque, al final, quiero ver las consecuencias de un referéndum con un resultado muy ajustado —52 % a favor y 48% en contra— y en el que los jóvenes optaron por quedarse en casa y dejar el asunto en manos de los mayores. Siempre hay lecciones que aprender. Si se convocara el referéndum ahora, con lo que saben, seguramente el resultado sería muy distinto.
Y como las futuras conversaciones entre entre el examinado y los examinadores van a ser cada vez más tensas a medida que se acerca la fecha de la reválida, sin garantías de que vaya a salir del círculo vicioso, me da la impresión de que todas las partes se están recomendando el libro Conversation. How Talk Can Change Your Life de Theodore Zeldin, es decir Cómo el diálogo puede transformar tu vida, un libro que, por cierto, nuestro jurista y dramaturgo Antonio Garrigues Walker también está enviando a varios de nuestros líderes políticos.