Náufragos (elegía)
Allí, en la playa, sucumben los cuerpos de los ahogados. Quietos e inmóviles, ya descansan sobre la arena fría de cualquier litoral. Los ha arrastrado la turbulencia del mar, ese elemento de furia y a veces de placidez “que nunca está en reposo”. Así lo dictaba el poeta. Son criaturas sin identidad, sometidas ayer a la clandestinidad del anonimato. Era ayer, cuando ellos, en sus aldeas de hambre y desolación, tenían sueños y esperanzas. Querían mañanas normales sin asombros ni fascinaciones. Solo trabajo y dignidad. Contemplar sin temor las madrugadas con el sol asomándose por el horizonte y descansar en la profundidad de las noches viendo el cielo estrellado, sumergidos en el silencio de una paz fluida sobre sus conciencias.
Era un pasado cercano, cuando desde la lejanía de su país africano subieron a esas viejas y desvencijadas pateras, con tanta gente como compañeros de infortunio. Ellos, con el pavor de la muerte asolando en sus entrañas, mirándose a los ojos, con sus pensamientos clavados en la incertidumbre del día siguiente, con tantas sombras para el viaje, sólo la insistente vacilación, sólo la ansiedad de la llegada como una meta atribulada con el sacrificio de sus vidas. Ellos prefieren la desesperación de un viaje tenebroso con un mar mostrando sus ferocidades a permanecer en sus pueblos carcomidos de desesperanza, sin futuro para tantos días tristes en la continuidad de sus existencias.
Por eso pagan a las mafias cantidades enormes para su posición de pobreza con el fin de que los lleven al paraíso soñado. Y ahí están esas mentes criminales acumulando sus ganancias, de una manera salvaje y descontrolada, profanando la esperanza de los débiles con argumentos engañosos, aprovechándose de su desesperación para lucrarse del infortunio que los persigue. Y ellos confían, pese a todo, en el acceso a ese país como un salvamento glorioso para sus vidas. Se encomiendan a la suerte cuando esas pateras que los lleva están abocadas al naufragio en esas largas horas con el mar desatando su bravura. Sin conciliación ni consuelo, Impresiona imaginar los rostros de espanto, ateridos de hambre, frío y desesperación de tanta criatura atropellada que ocupan las pateras. Cuerpos que se resisten a morir en medio del tumulto del mar, náufragos que desfallecen ante el desenlace de su final, abrazados a la blancura de sus olas, esparciendo sus gritos de angustia irremediable en las noches oscuras de los océanos. Es ese mar que utiliza su atrevida fiereza para esparcir de cadáveres sus aguas. ¿Quiénes son los culpables de semejante atrocidad que acontece casi a diario? Las mafias desalmadas con el rigor hambriento de su codicia y la indiferencia hostil de los gobiernos que no quieren parar la crueldad de tanta muerte. Al final de tanta tragedia los cuerpos sin identidad son colocados en los nichos de los pueblos marinos con la caligrafía triste y húmeda de lo desconocido, como un gesto de humanidad disfrazada. Y así se va consolidando el horror como una costumbre mostrada en los telediarios para el espanto del personal. Por lo menos empleemos ahora la palabra como una elegía final para el recuerdo que es lo que enaltece el pensamiento y la memoria de sus vidas y el sacrificio de su heroicidad, junto con el verso sublime del poeta, sobre todo el de aquella estrofa estremecedora del verso de Lorca cuando escribió de que “solo el mar recordó ¡de pronto! los nombres de todos los ahogados”.