Los niños

No dejo de darle vueltas a las imágenes de ese incidente que –por desgracia– se ha hecho viral en los últimos días gracias a las aplicaciones de mensajería para smartphones o a las televisiones nacionales. Imagino que a estas alturas, pocos se habrán escapado de ese vídeo desprovisto de todo contexto en el que alguien captó la pelea entre dos personas en la terraza de un bar mientras cuatro niños (al parecer, hijos de uno de ellos) intentan frenar el despropósito.

Supongo que a muchos también les rondará por la cabeza y que habrá sido tema recurrente de conversación, aunque espero que no para estigmatizar ni para especular con las posibles causas de la trifulca. Causas, que no motivos, porque eso entrañaría ciertas dosis de justificación sobre algo que es injustificable. Y, como se sabe, salvo que se trate de ejercer la autodefensa, si alguien recurre a la violencia, ha perdido cualquier razón que hubiese podido arrogarse.

A mí, la verdad, no me interesa tanto el suceso en sí, que –por fortuna– no deja de ser un caso aislado, una excepción dentro de la convivencia normalizada general. Lo que me preocupa son los niños que se convirtieron en testigos involuntarios de tamaño disparate. Me pregunto qué pensamientos o sentimientos les habrá provocado presenciar cómo dos adultos (uno de ellos, insisto, supuestamente, su padre) se dedicaban a golpearse. O cómo les verán a partir de ahora, partiendo de la premisa de que, como mínimo, los protagonistas de la pelea formaban parte de su círculo de conocidos directos.

Desconozco si alguno de los dos, o del entorno de sus familias, habrá tratado de explicar a los menores que los adultos se habían equivocado actuando de esa forma y que no debían tomar su actitud como ejemplo para solucionar cualquier diferencia que pueda planteárseles.

Ignoro también si alguien del entramado institucional (léase, servicios sociales municipales, por ejemplo) habrá tomado cartas en el asunto para, al menos, explicarles a esos niños que, en efecto, ese tipo de incidentes no deben producirse.

Tampoco sé si en alguna escuela, algún profesor habrá aprovechado la viralización del suceso para hablar del tema en clase, para ensalzar el comportamiento de los menores (auténticos héroes, me atrevería a decir) por haber querido interrumpir la pelea, y para trabajar la educación en valores (que muchas veces también debería ser la asignatura prioritaria en el aula).

Y no tengo ni idea de si, en casa, las familias que también han conocido sobre el asunto, lo habrán usado como coartada para aleccionar sobre los perjuicios de una violencia ante la que cada vez estamos más anestesiados. Sobre todo, porque me temo que nos hemos habituado a ella con el riesgo de normalizarla, a través de los medios de comunicación, del cine, de los videojuegos o incluso en una mal entendida afición deportiva en la que no se descansa de proferir insultos como si fuera parte del divertimento.

En todo caso, me gustaría pensar que la respuesta es sí en todos esos supuestos. Que ha habido reacción y que no nos resignamos a dar por bueno lo que no lo es, aunque esté extendido y hasta socialmente aceptado por el hecho de que se nos presente en pequeñas dosis. Si no, todavía estamos a tiempo. Por los niños.

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