La procrastinación de Theresa May

Pues tenía yo acabado mi artículo sobre el Brexit el martes 13 por la noche, cuando el miércoles se hace público el borrador del acuerdo tras el vis a vis de la premier británica con cada uno de los miembros de su gabinete. Siguiendo en directo el jueves por la mañana su comparecencia en la Cámara de los Comunes, y por la tarde la rueda de prensa sobre “el mejor acuerdo posible” con Bruselas me atrevo a inferir que el Parlamento británico no va a respaldar el texto de 585 páginas. Y aún no hemos escuchado la voz de los estados miembro. Sigo fiel, por tanto, a lo que tenía escrito, que es lo que sigue.

Con la penúltima dimisión en el gobierno de Theresa May por este asunto, la luz al final del túnel se ve más lejos, cuando a estas alturas se tendría que advertir una luz diáfana y clara. Nadie sabe exactamente qué es eso del Brexit, porque de haber conocido las consecuencias seguramente los británicos no habrían votado tan alegremente, siguiendo, por ejemplo, a ese capitán Araña descerebrado y desnortado que es Nigel Farage. Ni tampoco se sabe qué es esa entelequia de si un acuerdo con Brexit duro o Brexit blando, cuando la mayoría de nosotros como mucho solo diferenciamos entre rock rock duro y rock blando. Duro, dicen, significa caótico y salvaje.

Yo nunca viajé tranquilo a Irlanda del Norte antes del Acuerdo del Viernes Santo de hace veinte años. Cuando paseaba por las calles de Belfast y Derry, o visitaba el Bogside, donde tuvieron lugar los incidentes del Domingo Sangriento y donde se encuentran los murales alusivos a ese triste período, lo hacía con miedo. No obstante, me movía con libertad entre las dos Irlandas. Quién sabe cuál será la situación de las fronteras cuando se materialice el divorcio y si se volverá a la violencia en esa zona ahora en paz. Si en estos momentos resulta lento y farragoso pasar las aduanas cuando se llega a cualquier aeropuerto de Londres, no quiero ni pensar cómo puede llegar a ser en el futuro en cualquier aeropuerto del país.

Desconozco los detalles de cómo afectará la nueva situación a la industria y el comercio, pero solo con pensar en los férreos controles que la nueva situación pueda originar se me hiela la sangre. No me gustaría nada ser inquilino estos días del 10 de Downing Street y vivir bajo la presión de saber que hagas lo que hagas te van a dilapidar, y más con los socios unionistas, que no quieren oír hablar de fronteras.

A menos de 150 días de la fecha en que los británicos tienen previsto desenganchar su vagón del tren comunitario y de sus leyes, no sería de extrañar que más ministros de May le dieran la espalda: una prueba más de que ni ellos saben lo que quieren y de que utilizan el arma de la procrastinación para disimularlo. La libra se va desplomando poco a poco. Uno se pregunta, ante el desencanto reinante, si lo más sensato no sería una segunda consulta, pero Downing Street se cierra en banda (“Brexit is Brexit”) y hace oídos sordos a ese clamor. May es muy obstinada; puede que la destituyan, pero no dimitirá. Es de suponer que el presidente del Comité 1992, organismo responsable de recibir 48 cartas de los conservadores para retirar la confianza a May ya tiene unas cuantas en su poder.

Los gobiernos son poco proclives a entonar el mea culpa y reconocer los errores cometidos. ¿Cómo va la premier británica a decir que el pueblo se ha equivocado?¿Conoce alguien a algún presidente de gobierno de algún país que, acabado el mandato, ofrezca una rueda de prensa y con humildad confiese públicamente sus incumplimientos y errores?

Ya ha habido alguna que otra manifestación pidiendo ese segundo referéndum y hay un grupo de presión (People´s Vote) que lo reclama. Auguro que la presión de la calle irá subiendo hasta acabar con esa indefinición que Theresa May exhibe de cumbre en cumbre europea, y la forzará finalmente a dimitir y convocar nuevas elecciones. Si me equivoco estoy seguro de que a mí no me van a dilapidar.

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