I.- Las Cajas de Ahorros
Cuántas veces los españoles nos hemos preguntado qué ha pasado con las Cajas de Ahorros, -la verdad-. ¿En qué han quedado y porqué? ¿Dónde han ido a parar sus enormes patrimonios? Y por qué hay Cajas, -pocas-, que han subsistido y cómo. Algunos argumentarán que eran instituciones arcaicas, de tiempos y funcionamientos anticuados, los más arrojados dirán que no eran democráticas y puestos a desprestigiar las menospreciarán como cosas de la Iglesia.
Las Cajas de Ahorros tienen un origen institucional privado, siendo su germen los Montes de Piedad, fundado el primero en Madrid en 1702 por el padre Piquer, o sea su génesis, efectivamente, es la Iglesia Católica, en sus principios se fundamentan, creándose como elemento de desarrollo social y para promover la virtud del ahorro, siendo la principal misión el prestar dinero a un módico interés, lejos de los réditos usurarios que eran comunes.
Con esa finalidad tan clara y sencilla, más el secreto de una buena y leal administración, fueron sobreviviendo a todo tipo de contingencias, avatares y distintos regímenes políticos. Los gobiernos turnantes y el Banco de España ejercían cierta vigilancia, la Real Orden de 3 de abril de 1835, les impedía invertir en fondos públicos debido “al poco crédito que tiene el Estado”, el Real Decreto de 9 de abril de 1926 fijó las bases del Estatuto del Ahorro, y prohibía que “los fundadores, gestores, garantizadores, administradores u otros interesados tengan derecho a participar del remanente de beneficios obtenidos”, y el 14 de marzo de 1933 se aprobó el Estatuto del Ahorro, el que con sus adaptaciones y modificaciones reguló la organización y funcionamiento de las Cajas de Ahorros. Las cajas no podían repartir sus ganancias, cual si fueran sociedades mercantiles, de ahí que tuvieran fijada la parte de beneficios destinada a obras sociales, e incluso había un porcentaje a invertir en determinados valores. Cada caja de ahorros tenía marcado su ámbito de actuación. Ya en la transición, el gobierno por una Ley de 2 de agosto de 1985 eliminó las circunscripciones cerradas, modificó la composición de los órganos rectores y la forma de nombramiento y elección, que desarrolló por el Real Decreto de 21 de marzo de 1986 del Ministerio de Economía y Hacienda. Con estas disposiciones se da cancha a las Comunidades Autónomas, principiando a entrar representantes políticos y sindicales en los órganos de gobierno, y por las competencias reconocidas en sus estatutos cada comunidad autónoma legisla a su libre arbitrio.
Sabido es que la forma de gobierno consagrada por la Constitución no es una democracia en sentido puro, sino una “partitocracia” coadyuvada por una “sindicatocracia”, y claro está los partidos políticos, auténticas agencias de colocación, con la mejor voluntad y deseos de democrática modernización fueron retirando de sus cargos a los consejeros que desde antiguo se elegían por ellos y las instituciones fundadoras, competentes personas de arraigo en su ámbito de actuación y reconocida trayectoria profesional entre industriales, comerciantes, profesores y profesionales liberales, sin asignación de sueldos ni dietas, tal como era preceptivo.
Las comunidades autónomas fueron regulando sus cajas de ahorros, repartiendo beatíficamente cargos y prebendas, porque lógicamente –son otros tiempos- todos los cargos tenían que ser debidamente remunerados, siendo la comunidad la que nombra, propone y aprueba consejeros, asesores y altos directivos. Y, claro está, cada comunidad debía tener su Caja –algunos la llamaban su banco-, a la que en un momento determinado el presidente de la Comunidad pudiera levantar el teléfono y llamar al director general diciéndole “te mando un tráiler, llénamelo hasta los topes”, porque tenía verdadera urgencia de erigir el mayor auditorio del mundo, levantar la torre más alta de Europa, consolidar las necesarias embajadas, o hacerse un cortijo de ensueño, entre otros imprescindibles extasiantes delirios.
Desde el momento en que los nuevos dirigentes, cada uno marcado con el emblema del órgano o institución que lo había designado, en la época de la expansión que estaban y los irreprimibles humos de grandeza conque llegaron, se creyeron en la obligación de hacer crecer a las cajas a toda prisa, para dar una lección de audacia y aptitud, empezaron a competir con los bancos, no sólo a copiar sus métodos, debían superarlos acometiendo operaciones que nunca habían sido materia de sus actividades, así como inversiones de dudosa rentabilidad, a lo que debemos añadir que sintiéndose dueños, respaldados por quienes les habían nombrado, ya en plena burbuja inmobiliaria, tenían que ganar la carrera de los préstamos a las constructoras, y, muy significativo, además de los créditos a las instituciones de las que eran agradecidos deudores y a las organizaciones de su órbita, sobresalieron los préstamos que a bajos intereses se concedieron ellos mismos, y a sus más allegados y amigos, y, en plena alegría especuladora, la crisis empezaba a dar avisos y la morosidad a aumentar de manera exagerada, mas las cajas por nada debían rectificar, ni tomar medidas, aunque mucho se preocuparon por blindar sus haberes y concordar rumbosos planes de pensiones. (Todo ello con la mejor voluntad).
Como en aquella canción de doña Concha, “Cuando llegaron los llantos ya estabas muy dentro de mi corazón” –sin ninguna mala intención léase bolsillo-. Y vinieron las sorpresas, parecer todo extraño, “yo no sé nada”, “tal vez algún bedel”… Y con ello las prisas, huyendo a todo correr. ¡Caramba!
Sin embargo, hubo Cajas de Ahorros que siguieron con una transparente y leal administración.