El pavo de Navidad

Sin duda, la Navidad es la fiesta familiar por excelencia, es la fiesta en la que en torno al padre o al abuelo se reúne la familia a comer o a cenar, o a ambas cosas. Y el plato estelar es el pavo. El pavo de Navidad.

En mi niñez, en los días precedentes a la Navidad, Alcoy era invadido por varios ganados de pavos. Desde la “Plaçeta les Gallines, carrer del Vall, carrer y Plaçeta Sant Francesc”, y mercado de San Mateo, y a veces hasta por la misma Plaza de España se paseaban los pavos a sus anchas, y era normal encontrárselos dirigidos por uno o dos paveros, arropados con gruesas casacas de piel vuelta o paño gordo, tocados con gorras y boinas, cuidándolos y guiándolos con una larga vara. Poli, poli… y los conducían mostrándolos a la gente, como en un escaparate gigante, haciendo sus transacciones en plena vía pública, ayudados de la clásica romana con la que los pesaban.

Casi nadie renunciaba a su pavo, o al menos a su trozo de pavo. Recuerdo como entre mi padre y mi abuelo Federico, yerno y suegro, se montaba una especie de secreta competición por hacerse con el pavo más grande, más lustroso y más gustoso. Mi padre se lo compraba todos los años a un ganadero de Planes, el “tío Elíes”, y mi abuelo lo encargaba a “Rafel el Seguret”, que traía los pavos de la Mancha, famosos desde siempre, tenía su establecimiento en la “Plaçeta les Gallines”, dedicado a la venta de aves, conejos y huevos. Mi padre escogía y apalabraba el pavo por la calle, y un par de días antes de Nochebuena lo recogíamos en el Hostal del Racó, donde el “tío Elíes” se hospedaba y guardaba su ganado. Me parece estar viendo aquel viejo hostal que tenía un gran patio central semejante a esas plazas porticadas de los antiguos pueblos castellanos, en el que cada soportal era un compartimento dedicado a cuadras o cocheras, donde los ganaderos, labradores y “mercolins” guardaban sus animales y sus carros. Allí íbamos mi padre y yo enfundados en gruesos abrigos y bufandas; el “tío Elíes” nos entregaba el pavo, mi padre lo cogía por las patas y al llegar a casa, como tantos otros padres, ahora me doy cuenta, era la imagen del hombre feliz, el pater familias que se sabe cumpliendo su obligación de llevar a casa el pan –el sustento-, y la felicidad.

La matanza del pavo era todo un acontecimiento, en el que los niños disfrutábamos la mar. A partir de ahí venían las comidas del primer y segundo día de Navidad, que eran como la cancha donde se había de resolver la secreta contienda. Yo, claro está, no decía nada, pero intuía, no sé cómo ni por qué, esa disputa y también secretamente atribuía el triunfo a mi padre. ¡Es que los pavos del “tío Elíes” eran de campeonato!
No había tantas luces en las calles, no, pero la Navidad la sentíamos más, el consumismo todavía no se había apoderado de nosotros. El cartero y el vigilante felicitaban personalmente las fiestas, este último con unos versos corteses y chocantes. En casa toda mi familia, delante del belén o alrededor de la mesa, ayudados de panderos, “matraques” y zambombas –mi padre solía tocar una “pandorga” tremenda que se encargaba adrede–, cantábamos nuestros auténticos villancicos, Barrabás, Donen l’asgilando, Estes festes de Nadal… Apenas había coches por las calles, “els brosseros” iban en carros, se repartía el correo hasta el día de Navidad, hacía mucho más frío, mis hermanas y yo éramos niños. Ahora me da que mi padre habrá encargado ya su pavo de Nadal, seguro. Y este año, como entonces y como siempre, nos volveremos todos niños y entonaremos los clásicos villancicos.

“Esta nit tinc que tocar
un pandero i un xiulit,
i no tinc que descansar
hasta que caiga rendit”.

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