La lealtad como valor esencial
De todas las reflexiones que Enrique Rico me regaló en las entrevistas que tuve el privilegio de hacerle, hay una que en estos últimos días me ha acompañado de manera especial: “Puede haber alguien a quien he disgustado en esta vida, sin saberlo. Me duele, mucho, no poder pedir perdón a la gente que pude haber ofendido o molestado sin saberlo”. Pocos meses antes de fallecer, Enrique andaba preocupado en estos pensamientos que de alguna manera nos definen su personalidad, su manera de ser. Pero hay más, muchas más, porque Enrique Rico gustaba de reflexionar, de pensar en las cosas y los hechos más cercanos, los próximos, dejando la alta política y la economía global para los especialistas. Y es que era, por encima de todo, un hombre del pueblo, de la calle, que nunca renunció a sus orígenes humildes. Contaba que su oficina estaba en la calle, hablando y escuchando a la gente, por eso desde la Unión Alcoyana hasta su casa, al principio de la calle San Nicolás, podía tardar dos horas. A cada paso encontraba a alguien con quien iniciar una conversación.
Si tuviera que elegir una palabra que le definiera sería, sin duda, lealtad. Enrique Rico fue leal, en primer lugar, con quien más difícil resulta serlo: con uno mismo. Fue leal con Enrique Rico y luego, de una manera desmesurada, con su familia. Cuando me hablaba de sus tres hijos siempre acababa acomplejado. Solo una persona les aventajaba en todo: Vicenta, su compañera de por vida.
Fue, además, apasionadamente leal con Unión Alcoyana y con La Cámara de Comercio e Industria, y la suma de esas lealtades era Alcoy.
Nada más lejos que pedir su beatificación. No. Aunque resulte complicado encontrar quien lance una piedra a su memoria. La vida social, pública y profesional de Enrique Rico ha estado acompañada de actitudes y decisiones que le han permitido tener más amigos que enemigos. Y es que para los grandes hombres de nuestra historia contemporánea, Rico nunca fue un enemigo, sino un aliado. Se sentía cómodo y más útil en el segundo plano que en las portadas. Al final de los años setenta del siglo XX fue uno de los que renunció a ser alcalde, cuando dimitió Rafael Terol, y pese a su privilegiada posición de observador económico, nunca cayó en la tentación de fundar empresas, industrias o comercios. La Unión Alcoyana y la Cámara colmaban todas sus ambiciones personales. Y pese a su incuestionable peso en la filà Miqueros nunca ostentó cargo alguno, porque lo suyo era ser festero y no alférez ni capitán.
Insistía en que para ser empresario “se necesita algo que yo no tengo. En Alcoy hay gente con el adn de la empresa en su partida de nacimiento y yo no soy de esos”. Y cuando alguien se lamentaba de que ya no había empresarios en Alcoy sentenciaba, con sabiduría, que los “hay y muy buenos, pero son otra clase de empresarios que nada tienen que ver con los que nosotros hemos conocido. Cada ciclo histórico, económico, tiene sus empresarios y Anselmo Aracil, hoy, en nuestros días, seguro que habría fracasado”.
Su complicidad con Lionel Grau, un empresario cuya valía e importancia han quedado desdibujadas por tópicos y desafortunados estereotipos bufonescos, ha escrito páginas de nuestra historia local que, lamentablemente, han quedado olvidadas, pero que en justicia merecerían ser reivindicadas.
Le dolía Alcoy. Pedía perder el miedo a decir lo que se piensa y reprochaba a los políticos que miraran más por sus siglas que por su pueblo. En una de sus últimas intervenciones públicas fue tan políticamente incorrecto que dijo lo que pensaba y sentía, quizá con excesiva rotundidad y desnudez, pero apuntando al centro de la diana: “Alcoy se nos muere y parece que a nadie le preocupe”.
Su legado es el de decir lo que se piensa, la defensa de aquello en que se cree desde la lealtad y perdiendo el miedo. Nos deja su lealtad a la familia, a la empresa donde trabajó, la entidad social que ayuda a mejorar nuestro pueblo, la filà donde disfrutó de la amistad y el compromiso social de que una parte de los beneficios empresariales han de revertir en la gente de tu pueblo, los que te encuentras por la calle, en los numerosos actos culturales y sociales a los que acudía con su esposa Vicenta.
Con la marcha de Enrique Rico hemos perdido, colectivamente, un valor de identidad. Con él resultaba fácil aprender a querer y respetar el Alcoy que nos duele, a ser críticos porque queremos lo mejor y a preocuparse, siempre, por si en el pedregoso camino de la vida molestamos a alguien sin saberlo. Así era, así lo sentí, Enrique Rico Ferrer (1937-2023).