150 años bajo las llamas

Hace ciento cincuenta años que aconteció, en la ciudad alicantina de Alcoy, una de las reivindicaciones políticas nacionales más importantes del siglo XIX. La Revolución del Petróleo. Una revuelta libertaria y sindicalista que, sin ser tan conocida como otras, terminó moldeando la idiosincrasia española y aglutinando los pilares laborales de nuestro pueblo. Hace ciento cincuenta años comenzamos a caminar.

Recordemos que en 1873 Alcoy era una de las ciudades con mayor índice de industrialización al este de la Península Ibérica. Tanto era así que más de un tercio de sus treinta mil habitantes trabajaban, directa o indirectamente en dicho sector. Predominaron, sobre todo, las industrias papeleras y las fábricas textiles ubicadas en los cauces de sus ríos. Fueron años dorados para esta localidad. Sin embargo, si uno se esforzaba en rascar un poco, acababa quedándose con el oro entre las uñas. Bajo la apariencia de ciudad moderna y trabajadora, deambulaban unas condiciones laborales infrahumanas: jornadas de entre doce a catorce horas diarias, sueldos irrisorios, seguros inexistentes, etc.

Dicha concatenación de abusos contra los empleados culminó en una asamblea, organizada por la Asociación Internacional de Trabajadores, cuyos portavoces eran José Botí Soler “Nano” y José Seguí. El resultado fue unánime. Se declaró una huelga general, inutilizando la ciudad el 8 de julio de 1873. Las demandas que hicieron llegar al ayuntamiento fueron claras y concisas:mejoras salariales y la reducción de la jornada laboral de doce a ocho horas.

Un día después, el alcalde republicano Agustín Albors, que había sido preso e indultado en 1868 por Isabel II, y los propietarios de las fábricas más importantes de Alcoy, rechazaron las reivindicaciones de los trabajadores.

Los internacionalistas, firmes en sus directrices, no toleraron la negativa y exigieron la dimisión inmediata del alcalde y de todo su equipo de gobierno, quienes deberían ser destituidos por una junta revolucionaria integrada por el Comité Federal de la Internacional.

Agustí Albors, viendo peligrar su cargo e intentando conservar la afinidad de la aristocracia alcoyana, ordenó a la guardia municipal que disparase contra su propio pueblo. Varias balas impactaron contra la multitud, enconada frente al ayuntamiento, matando a tres manifestantes e hiriendo a varios más. Aquellas muertes fueron el detonante final. En cuanto la sangre de los inocentes roció los grises adoquines del centro de la ciudad, todo saltó por los aires.

Alcoy no iba a permitir que el sacrificio de sus hijos fuera en balde. La multitud, tras disolverse, regresó armada hasta los dientes, con el fuego, preludio de lo que habría de venir, tatuado en sus miradas. La Revolución del Petróleo acababa de nacer.

No hubo nada poético en lo que se vivió aquellos días. Ni rastro de las frases que Víctor Hugo, influencia directa en movimientos como el alcoyano, pregonaba; “La aceptación de la opresión por parte del oprimido acaba por ser complicidad; la cobardía es un consentimiento; existe solidaridad y participación vergonzosa entre el gobierno que lo hace mal y el pueblo que lo deja hacer”.
Saqueos, robos, secuestros a personalidades importantes de ambos bandos y quema de propiedades. Todos estos delitos y muchos más acontecieron en la ciudad alicantina en los tres días que siguieron a la nefasta orden del alcalde, capturado y encerrado durante las primeras horas.

Agustí Albors trató de escapar, pero los revolucionarios no tardaron en prenderlo y darle una muerte violenta y arrastrarlo por las calles de la ciudad (de ahí su trágico sobrenombre: “Pelletes”, aunque hay quienes aseguran que era conocido de esta manera desde su infancia). Según los datos historiográficos, los internacionalistas (integrantes de la asociación rebelde) contaban con unas tres mil personas a favor de su causa, y durante la Revolución del Petróleo el número de los insurgentes se quintuplicó. Estas sumas no respondían a ideologías ni a recriminaciones políticas. Fueron hombres que solo buscaban la destrucción, dar rienda suelta a todo el odio que llevaban dentro, sin ningún tipo de discurso, vándalos que ensuciaron la revuelta.
Tras aquellos tres días nefastos, en los que una comisión de internacionalistas ostentó el poder, las tropas del gobierno entraron en la ciudad ni encontrar resistencia alguna por parte de los revolucionarios.

Finalmente, y después de que el ejército se hubiese marchado, los sindicalistas locales se encargaron de apagar los fuegos y de pactar con los patronos el pago de los días de huelga, así como de renegociar las condiciones y salarios. En total hubo dieciséis bajas, tres trabajadores y trece defensores de la postura adoptada por el ayuntamiento.

El proceso judicial fue largo y desproporcionado. Se acusó a más de setecientas personas, casi trescientas ingresaron en prisión y hubo de pasar por varios jueces y catorce años hasta que el último preso fuese absuelto.

En definitiva, la Revolución del Petróleo pasó a la historia por sus aspectos negativos, la impronta sangrienta y las atrocidades que cometieron los salvajes que se escudaron en la causa sindicalista que habían esgrimido, ensuciándola y vilipendiándola, y por ser la piedra angular de un cambio laboral, a todas luces necesario, que ayudó a mejorar las condiciones de vida de todos los trabajadores de la industria.

Para terminar, me gustaría incitar a la reflexión con otra cita de Víctor Hugo.

“Los volcanes arrojan piedras, y las revoluciones, hombres”.

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