Siempre nos quedará la juventud

Era Barcelona, pero me viene bien pensar que podía ser cualquier otra ciudad, incluso podía ser Alcoy. Paseaba por callejuelas estrechas del casco antiguo, yendo del barrio Gótico a la Ciutadella y de la Barceloneta al Port Olímpic. Acabábamos de estrenar un febrero helado, como lo que toca, que obligaba a llevar guantes, bufanda y gorro de lana. Pese a estar en Barcelona, con la prevención de continuas rasgaduras de vestiduras de contertulios y especialistas de salón, la verdad es que lo que menos oímos aquí es hablar en catalán. El acento extranjero, mayoritariamente sudamericano, es el que vence por goleada, seguido del francés y el inglés. Son las nueve de la noche y nos dirigimos a un restaurante cuando de una casona vieja, de puerta estrecha, comienza a salir en tropel jóvenes entre risas y carcajadas. Van bien vestidos, con las deportivas que forman parte ahora del uniforme de clase. Cada uno arrastra un carro de la compra que se ve lleno, asomando en el cierre lo que podría ser ropa de repuesto, puntas de zapatillas y en algunos casos incluso mantas y sacos de dormir. Parecen bien preparados para el botellón o el pícnic del sábado noche. Llenan la estrecha calle y obligan a los transeúntes a reubicarnos, dando gracias que son calles peatonales que ya olvidaron los nombres de los concejales que se atrevieron a tal pecado capital, años atrás. Una señora mayor, que debía venir de misa, se santigua ante esta procesión laica de chicos y chicas, todos veinteañeros, que deben de venir o dirigirse hacia Sodoma y Gomorra. Ninguno de ellos se recata en sus risas, bromas y chirigotas, como si no supieran nada de la España que se rompe, de la Constitución amenazada y de los jinetes del Apocalipsis que se han instalado en el gobierno.

Una pareja con gabán azul marino y abrigo de pieles, quizá acrílicas, va más allá y se aventura a comentar, a media voz, con suficientes decibelios para que les oigamos quienes nos hemos refugiado en la acera, que igual venían todos de follar y drogarse, como si las dos cosas fueran igual de negativas y deleznables.

Los veinteañeros, felices, echan calle abajo con sus carros mientras los transeúntes les siguen con la mirada, respirando hondo porque no les han robado la cartera. Hay quien, por si acaso, se palpa los bolsillos, confirmando que el móvil y la cartera siguen en su sitio.

Encontramos un pequeño restaurante, cerca del hotel del Mar, donde nos hospedamos, y sobre las once de la noche, de nuevo abrigados con todos los pertrechos que nos permiten hacer frente a la noche helada de los dos grados, recorremos el corto trayecto que incluye una zona de soportales, en los que no entramos porque ya sabemos que están ocupados a estas horas por una docena de sin techo, gente que se cubre con cartones y se envuelve con páginas de periódico –reconforta comprobar que todavía sirven para algo los periódicos–; no molestan a nadie pero incomoda circular entre ellos y es mejor andar por la calle.

Esta noche hay movimiento en los soportales. Hay bastante gente moviéndose en la zona. Imposible no dejarse llevar por la curiosidad y nos acercamos. Allí están la docena de veinteañeros, chicos y chicas, que vimos con sus carros de la compra. Ya no gritan ni ríen. Pero no están callados, porque se les ve hablar con los sin techo y hasta bromear con alguno de ellos. Se van pasando termos con los que llenan tazas con caldos y sopas humeantes que ofrecen a los vagabundos. Hay unos que retiran los cartones para ajustar un saco de dormir y a otros les habilitan unas mantas en forma de cama. Los hay también que les dan la espalda, que no aceptan nada y prefieren no deber nada a nadie, escondiéndose bajo los cartones, respetándoles lo que puede ser su libertad. Hay otros que comprueban si unas zapatillas son del número que les han pedido y hay quienes incluso ayudan a probarse unos pantalones o una cazadora. Son los mismos veinteañeros escandalosos que no reprimen su coherencia ni cuando hay que reír ni cuando hay que ponerse serios. No son ningunos descerebrados, si no lo mejor que tiene esta sociedad confusa y llena de prejuicios que alimentan odios innecesarios.

Al cabo de un rato redistribuyen las existencias de los carros para poderse llevar todo lo sucio y andrajoso. Salen a la calle y como si no hubieran hecho nada, como si nada hubiera pasado, vuelven a las bromas, las risas y hasta alguna canción mal entonada. Quizá, no lo sé, en busca de otro rincón donde pernocta la tristeza y la amargura.

No había fotógrafos, ni cámaras de televisión. Ningún periódico sacará un titular ni publicará una crónica de estos héroes veinteañeros que durante la semana han ido consiguiendo ropa, zapatos y mantas para el sábado, a la media noche, poder salir por las calles con sus carros de la solidaridad, como algo que es normal, que hay que hacerlo para seguir sintiéndose seres humanos y hacer valer la dignidad como un principio irrenunciable.

Nos fuimos al hotel emocionados, con los ojos humedecidos por la escarcha y el frío, y felices de saber que la juventud siempre será nuestra esperanza.

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