Y hoy, el populismo
Vaya lío lo del Brexit. Ustedes estarán tan hartos como los británicos, imagino. Y yo estoy tan aburrido con los bucles de los últimos debates parlamentarios que caigo dormido cuando los sigo. Pero no se preocupen, hoy la cosa va de populismo. Y miren ustedes por donde, es Theresa May quien, el día 20 de marzo y sin darse cuenta, o quizás sí, ha dado el último pistoletazo de salida populista, al ponerse del lado del pueblo británico, con su frase-guiño “I´m on your side” (“Estoy de vuestra parte”), demonizando así a esa jaula de grillos en que se ha convertido la Cámara de los Comunes, a la que acusa de no haber sido capaz de ponerse de acuerdo después de dos años y medio de discusiones, mociones y enmiendas. Digo pistoletazo porque, como en nuestro país ya estamos en periodo electoral, vamos a necesitar una libreta para anotar frases y situaciones populistas para agregar a nuestra colección. Para facilitar la operación se aconseja el uso de bolis de colores: rojo, azul, naranja, morado, violeta, verde, etc., es decir, el de las formaciones políticas vigentes. Es un buen ejercicio para mantener la mente despierta y no dejar de sonreír. Desde la extrema izquierda a la extrema derecha.
El populismo, esa ideología que pretende engatusar a las masas populares con dádivas como: “Como eres débil y nadie se preocupa de ti, lo voy a hacer yo”, no es una ideología que nace con Castro, ni Podemos, ni Maduro, ni con Trump o Bolsonaro, aunque sean estos quienes la hayan popularizado en los últimos tiempos. Esos juegos sutiles tienen un largo recorrido, pues la estrategia de acariciar las emociones humanas —los “viernes sociales”, por ejemplo— es tan antigua como el hombre mismo.
A mí me gusta mirar más atrás y creo que he encontrado un ejemplo que cambió la historia de Occidente en materia religiosa. Bueno, la cambió en los países del norte de Europa, ya que aquí al no llegar la Reforma continuamos con el oscurantismo, las supersticiones y la tradición heredada de épocas medievales.
El populismo religioso ya había hecho sus ensayos en Europa en el siglo XIV anticipándose en el terreno religioso a las muchas innovaciones que eclosionarían en los comienzos de la Edad Moderna. Los protoprotestantes (el checo Huss, y los ingleses Wycliffe y los lolardos, Bilney, Fish, Latimer, etc.) se encargarían de demostrar que la Iglesia católica estaba corrupta (inmoralidad sexual y enriquecimiento desmesurado de los clérigos). En Inglaterra, Enrique VIII haría creer que la doctrina tradicional tenía unos costos económicos altos así que, inspirándose en los protoprotestantes, no dudó en hacer un listado de los cambios que había que hacer para arrebatar a la clerecía —obispos, abades, priores, monjes, frailes, buleros, etc.— todos sus privilegios —tierras, diezmos, riquezas, monasterios, bulas, indulgencias, etc.— y otros negocios que les reportaban los ingresos por las misas y los rezos por las almas del purgatorio. Se convenció al pueblo de que la clerecía era dueña de un tercio de la riqueza.
Este estamento, decían los protoprotestantes, se aprovechaba de la ignorancia del pueblo humilde y aferrado a supersticiones y de leerles la Biblia en latín para que no se enteraran de nada. Los santuarios en donde las imágenes de la Virgen o santos obraban supuestos milagros, eran foco de atracción de multitudes y reportaban pingües ingresos a sus titulares.
El mensaje populista era claro: solo había que creer en Dios y acabar con las velas y las imágenes de los santos. La revolución que se avecinaba era imparable: el rey ya tenía las manos libres para confiscar los bienes y tesoros de la Iglesia y hacer que los clérigos se pusieran a trabajar a sus órdenes. De esta forma, un país prosperaría, sobre todo en épocas de crisis. Ni que decir tiene que, al principio, la mayoría de los que se atrevieron a poner en entredicho los dogmas de la religión tradicional y de volcar la Biblia en lenguas vernáculas acabaron en la hoguera: eran herejes por atreverse a anteponer la fe a las obras. Un siglo más tarde, con el terreno ya abonado, Lutero correría mejor suerte —no acabó en la hoguera— y recordaría: “Todos somos hussitas sin saberlo”. Los creyentes reformados habían asimilado el mensaje populista de sus predicadores: entre Dios y los creyentes no había intermediarios ni intérpretes de las Escrituras, ni mucho menos negociantes. Una vez arrebatada la riqueza a la clerecía, el rey, ante la sorpresa del pueblo (del pueblo pobre sobre todo), la repartió entre la aristocracia. Imagino que habremos aprendido la lección, aplicable ahora a la vida política. Nota final: hoy en día, las iglesias protestantes están tan vacías como las católicas.