¡Chincha rabiña!
Cuando me casé, en 1987, había una moda horrorosa. Bueno, había varias. Desde aquello de enseñar el piso abriendo cajón, por cajón, para que se viera lo ordenadito que estaba todo, y que no faltaban los manteles de lagartera, hasta la costumbre de enseñar los recuerdos de boda y del viaje de novios. ¡Un verdadero tostón!
Me refiero a esas tediosas tardes enseñando los álbumes de fotos y, mucho peor, los vídeos.
Si la visión de aquellas imágenes…, (novia sin velo, con velo, sola, con hermanas, cuñadas, amigas, vecinas. Novio sin corbata, con corbata, con hermanos, amigos, llegada a la iglesia, corte de tarta desde la derecha, vals de los novios, vals de los padrinos, foto con los amigos bolingas, etcétera), no hacían que la amistad con las víctimas de semejante encerrona se resintiera, el visionado de los vídeos, sí era una prueba más que de fuego.
Pertrechados en los sofás, con cervezas en la mesa y varias más en la nevera, “que cuando uno se dispone a pegarle la paliza a alguien, como mínimo debe procurar que no pase sed”, llegaba el temido momento de introducir la cinta VHS en el reproductor de ídem.
Había cintas de tres y hasta de cuatro horas y había parejas de desaprensivos “entre los que me incluyo”, que además de la cinta de la ceremonia y el convite, disponían de otras cuatro o cinco del viaje de novios. En nuestro caso, las cuatro cintas del viaje, salieron de resumir las nueve que en realidad grabamos.
Las grabadoras de vídeo de aquellos años tenían el visor en blanco y negro, o sea que… sí, yo he visto Egipto en color ¡en la tele! Y sí, yo tampoco me explico que haya conservado mis amigos de entonces. La cerveza debía estar muy fresquita.
Ahora con Facebook e Instagram nos ahorramos aburrir a amigos y familiares y lo que es más importante, que nos aburran ellos a nosotros.
Primero; se suelen elegir aquellas fotos en las que sales medianamente bien, eso reduce la cantidad en un 75% aproximadamente, (es mi caso, que nadie frunza el ceño, es bien sabido que excepto yo, todo el mundo sale siempre guapísimo y no retoca las fotos). Segundo; y ahí está la gracia, nadie te puede hacer una encerrona porque –a ratos muertos–, ya las has visto. Y si no, dices que las has visto y se acabó el problema.
Pues nada, ahora que ya no hay sesiones interminables con pesados álbumes en mano “que por cierto, tienen un encanto que jamás tendrá ninguna tarjeta SD”, van los modernos de turno y se inventan nuevas modas para tenernos enganchados a las fotos y vídeos.
Una de las modas son los selfies, de los que ya hemos comentado en otra ocasión. Son esas fotos que uno se hace a sí mismo, en solitario o con más gente. Pero los selfies tienen unos primos hermanos más refinados y retorcidos; son los braggies.
Los braggies, no tienen ninguna relación con la ropa interior. En realidad vienen del término inglés “brag” que significa presumir, alardear, fanfarronear… Se trata de hacerse una foto con la finalidad de ponerle los dientes largos al potencial espectador de la misma, así que… ¡de cualquier cosa! Somos tan potencialmente predispuestos a la envidia.
Que tienes el carnet de conducir con todos los espacios llenos, y no solo el triste B1… ¡braggie al canto! Que te sirven quisquilla en el aperitivo… ¡ya sabes! Que estás en la playa un miércoles laborable… ¡un braggie por favor!
No son más que fotos, pero tienen la facultad de matar de envidia a todos los contactos de las redes sociales, especialmente los amigos de Facebook. Por eso cualquier foto no alcanza esa categoría. La braggie tiene que diferenciarte del resto de mortales. Estar tomada desde una playa paradisíaca, desde la proa de un velero contemplando el atardecer o con el skyline neoyorkino detrás, como mínimo.
Un estudio ha revelado que 5,4 millones de británicos suben fotos de sus vacaciones apenas 10 minutos después de haber llegado al lugar, casi con la maleta en la mano y sin siquiera haber visto mucho…, pero parece ser obligación compartirlo y salir a la caza de los me gusta.
¿Saben quiénes tienen que agradecer los selfies-braggies?, esos guías turísticos que pasaban la mayor parte de su tiempo, apretando el botoncito de cámaras de clientes que no volverían a ver jamás, en rincones en los que llevaban años parándose. Aunque, pensándolo bien, yo no lo cambio por una foto hecha por esos profesionales, no de la fotografía, que casi siempre les salía movida, pero pedírsela era una buena excusa para comenzar una conversación, saber qué era lo mejor de la ciudad, y otros testimonios enriquecedores que muchas veces me ayudaron en mis viajes. Ahora ya no se necesita ayuda para fotografiar el viaje, la braggie manda.
Las escenas preferidas, al menos las que observo que se repiten con más frecuencia, son las escenas de playa o piscina con cóctel en la mano y ya hemos quedado en que el objetivo está claro: poner verdes de envidia a todos nuestros contactos. Subiendo con fuerza, están los pies con pedicura impecable sobre una tumbona con fondo de mar, una delicia para fetichistas.
No me alargaré más, porque el tema tampoco da mucho de sí, quería ser una pequeña reflexión acerca de la facilidad con la que engañamos y nos dejamos engañar. Pero atención, con las cosas serias no se juega. Estoy recordando aquello que decía Umbral sobre Felipe González; “Me resulta desarmante la sinceridad con la que miente”. Y me estoy refiriendo a un tipo de fotos que, aunque son democráticas –hoy en día todo lo es–, son un engaño puro y duro. Una es la portada que muestra Esther López, de Esquerra Unida.
Seamos serios.