Celtiberia Show
Durante varios días, mi curiosidad no paraba de golpearme en el hombro para que me detuviera a ver unos objetos en la puerta de una casa en la calle Escorxadors de Caramanchel. Libros y casetes cuidadosamente expuestos en tablones apoyados sobre unas cajas vacías de botellas que sirven de escaparate. Un expositor de recuerdos vividos de otra gente que sus herederos han cedido antes de tirarlos al contenedor. Me detengo, y al momento aparece un hombre delgado, de poca envergadura para preguntarme si deseo alguna cosa.
Precisamente estaba mirando un libro que me llamó la atención que estuviera en ese rastrillo del periodista Luis Carandell, titulado “Celtiberia Show” en el que relata los casos más pintorescos de la España de los años sesenta. Al preguntarle el precio, duda en su respuesta, lo que me permite mirando su rostro dulce y pícaro a la vez, jugar al regateo con él. Tiene una tez curtida por la que resbala la luz que regala el mismo sol que parte en dos esa calle; el resplandor, en la acera de la fuente pública, y la sombra, en la de este tenderete.
No sé que me impulsó a profundizar en este personaje. Tal vez sentí una especie de emoción por su forma de posicionarse ante la lucha; de defenderse. Se notaba que este hombre había aprendido a estar en el mundo, superando naufragios e infortunios a la luz de hogueras al aire libre. Por eso mismo aparece dócil y servicial durante la conversación, aunque su mirada gitana no esconde su raza. Así me entero que nació en Algemesí en 1947, y que con siete años, vivía debajo del puente de San Jorge, y que después se tuvo que ir a la Cuesta Las Flores.
La dictadura rodeó a los gitanos de un cordón sanitario que les impedía desenvolverse: -Franco no nos quería-. En medio de esa lucha por la supervivencia se le presentó la enfermedad, una pancreatitis que el cuerpo le ha hecho pagar de forma desleal por los veinte años que estuvo enganchado a la droga, y le obligó a dejar la venta ambulante poco antes de la pandemia. Ahora, a sus setenta y cuatro años, asciende hasta el trampolín más alto huyendo de su pasado y se prepara para dar un salto, tal vez el último, dentro de sí mismo.
Me invita a pasar al interior de esta antigua vivienda obrera que también le han cedido. Tiene varios habitáculos con todo un repertorio, de lámparas, relojes y teléfonos antiguos, muñecas, radios, discos, tebeos, sillas, ropa, figuras de plástico y porcelanas, que el cuida, asea y acaricia antes de colocarlos, y que ahora son su vida. La mentalidad comercial del “Antoñín”, como es conocido este gitano, no tiene que ver nada con la de El Corte Inglés. Como reza el cartel a la entrada, el horario para los clientes es; por la mañana de 12 a 14 y por la tarde de 5 a 7.
Quebrado frente a esta sociedad, me confiesa con media sonrisa y gesto canalla: -Este mundo no vale una mierda y nos va a venir una… que no vamos a poder salir, ¡ya verás! Este analfabeto sabio no se siente ni inocente ni culpable de su destino, pero su espíritu, guardián de sus propios silencios aun cree en Dios, al que nombra con una mirada húmeda y entregada. Uds. no deberían perderse este interesante rastrillo. De lo que estoy seguro, es que, si viviese el autor de “Celtiberia Show” también se hubiese parado a ver la tienda del “Antoñín”.