Muera la inteligencia

Pasé la tarde del domingo leyendo con no poco entusiasmo el suplemento de El Nostre: “Ricardo Senabre, el valor de la palabra”. Dignísimo trabajo que agradezco profundamente. Firmas de relumbrón, escritores consagrados, periodistas de tonelaje, documentos gráficos. Un suplemento, en fin, a la altura de cualquier medio de tirada nacional.

Entre una vastísima documentación que ensalzaba la figura del maestro Senabre estaba la entrevista que le hiciera Ximo Llorens en el año 2010, en la Explanada de Alicante. En ella se cuentan jugosas anécdotas y recuerdos de los primeros años de vida del crítico en Alcoy (“Alicante es un pueblo muy bonito de la provincia de Alcoy”).

Ahora bien, de entre la gavilla de declaraciones me quedé con una que coincide plenamente con un antiguo convencimiento mío: “A ningún gobierno, ya sea totalitario o democrático, le interesa tener unos ciudadanos ilustrados. Al poder le conviene un pueblo dócil e ignorante…” .

Efectivamente llevamos demasiado tiempo matando la inteligencia. La televisión es una adormidera. Los cantos de sirena del consumismo, el panis y circus de toda la vida. No nos paramos a pensar qué fue de nuestro criterio, de nuestro libre pensamiento porque quizá no sepamos que muy sibilinamente nos lo arrebatan. Seguimos la voz de nuestro amo con una docilidad pasmosa y cumplimos con el día y recibimos a la noche en la cama creyéndonos libres.

A Lorca lo mataron a tiros de luna llena junto a un olivo. Quebraron la voz de Miguel Hernández con el óxido y los charcos de la cárcel. A Primo Levi le pasaron por encima todos los hornos crematorios con los carros de combate del Dante. Tantas voces acalladas como relámpagos. Acallan, rompen, rasgan, cercenan la paz y la palabra porque nada desequilibra más al sistema que la libertad de pensamiento, que la capacidad de generar la belleza. Una belleza que no se encuentra precisamente en los centros comerciales, ni en los grandes almacenes, ni en las fábricas de armamento, ni en las charcuterías invisibles de los lunes en invierno, sino bajo un bolígrafo como un volcán. Sol paniaguado de noviembre, triste mascarón de proa. Nos guían hacia la ignorancia porque les interesa la ignorancia. Menos sufre quien menos conoce, según el rey Salomón. Nos quieren dóciles, adocenados y felices y no es eso, no es eso…

En Arabia Saudí van a matar a un poeta. Van a matar a un poeta por enésima vez. Lo llaman ajusticiar, como si fuera de justicia matar “lícitamente” a nadie. Vivimos en un bucle melancólico y tristísimo que se enreda una y otra vez en sí mismo y vuelve al punto de partida y vuelve a enredarse y a empezar de nuevo. Son más peligrosos los endecasílabos que los misiles, la voz que el trueno, la razón que la fuerza. “¡Muera la inteligencia!”, gritaba el general sin un ojo, hace un huevo de años y seguimos en las mismas. Van a matar al poeta Ashraf Fayadh, de treintaicinco años al que le pilló un volcán bajo su pluma, una enredadera en el contraluz de su ventana.

El ministro de educación, periquito gacetillero, lanza al aíre le penúltima boutade: “En España hay muchos universitarios” ¡Cráneo privilegiado! Tenían que haber más, cientos, miles universitarios más. La universidad como los alejandrinos es el mejor antiparasitario.

Sólo el conocimiento te hará libre. Ni un poeta más en la picota. Ni un pensamiento más en una jaula. Siguen regando el olivo donde cayó Lorca, a mano izquierda donde desagua la luna. Siguen encarcelando cebollas y niños junto al jergón de Miguel Hernández. Siguen enclaustrando la delicadeza donde vomitaba la pena Primo Levi. Pero mientras que haya un poeta, un pensamiento libre y lírico, habrá un volcán bajo un bolígrafo. A eso no hay patíbulo que le venza.

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