El recuerdo marchito de Franco

Ode un tiempo decadente y huido porque ya han transcurrido cuarenta años y fue ayer cuando se cumplió la fecha de su muerte. Era noviembre y hacía frio en la sierra del Guadarrama con aquel cortejo serio, disciplinado y tristón que llevaba el cuerpo sin vida del viejo General camino de aquel Valle de los Caídos donde la suntuosidad de su ego hizo edificar su propia sepultura, con una Cruz levantada como un blasón airado y el basamento de los Evangelistas conciliadores que eran ajenos a tanta sangre y dolor vertido por aquellos presos políticos que purgaban sus ideales para que su excelencia se sintiera ufano y feliz ante la grandiosidad de su obra. Un día antes, el Presidente Arias comunicaba su muerte a la nación compungido y con llantos ante el final de un tiempo gris y aciago con treinta y nueve años de sometimientos a las arbitrariedades y exigencias del jefe absoluto que gobernaba a la nación como si fuera el mando y ordeno de un regimiento en tiempos de férrea disciplina.

Está escrito en las hemerotecas que había largas colas de gente curiosa, los que admiraban y los que odiaban su persona, pues iban desfilando bajo el efecto de una actualidad taciturna y gris que iba a ser decisiva, contemplando su cuerpo muerto, yerto e histórico, ya que estaba allí postrado, vestido con las mejores galas y condecoraciones, adornado con el esplendor frio y silencioso del palacio para realzar la figura y el luto del ilustre militar que fue dictador por principios, con ínfulas de antiguo cuartelero y que gobernó a la nación con puño de hierro para la infeliz memoria.

De aquel tiempo sombrío no queda ni el juicio para la historia. Con el paso de los años la figura de aquel general africanista está sometido a la frivolidad de lo esperpéntico con ribetes literarios para el recuerdo de los que ya peinamos canas. No digamos del criterio que tiene la juventud del general Franco: lo ignora por completo. A lo sumo, alguien sabe que fue un general que acaudilló una guerra incivil entre hermanos para erigirse en jefe absoluto durante casi cuarenta años. Nosotros argumentamos que nos privó de la libertad en nuestras vidas e instauró, entre otras imposiciones, el sacrosanto pudor en la efervescente adolescencia con la moral como norma con tufos de sacristía. La prohibición era la norma en los gobiernos civiles mientras los ciudadanos se recogían en una conformidad de sensaciones instauradas para seguir viviendo.

Es lo que queda de la memoria de aquel ayer. Una mirada lejana, pero sin nostalgia, a lo sumo por la juventud pasada, por el placer de leer un libro de poesía que los censores ignorantones y torpes señalaban en el índice de lo pecaminoso y por una rebeldía de juventud con la ansiedad de un cambio vital en la aquella lejana existencia.

Atrás queda el recuerdo del viejo general “Caudillo de España por la gracia de Dios”, esa inscripción que se acuñaba en las monedas de curso legal y que él era consciente, en grado sumo, de su epopeya sagrada y cristiana. Malos argumentos que Franco pasaba por alto firmando sentencias de muerte en su mesa camilla, merendando chocolate y soconusco, según describía la prosa barroca y lírica de Francisco Umbral en su “Leyenda del César Visionario”.

Es el recuerdo de un tiempo marchito. Cuarenta años pasados, que fue ayer, ante el escalofrío de una época transcurrida, sintiendo ahora la pasión de la vida que funciona a pleno rendimiento, con la libertad absoluta, sin las trabas de aquellas miserias del franquismo que nos imponía sus absurdas arbitrariedades a golpes de decretos, siempre recogiendo el celo y la moral subrayada por su excelencia, que era general por méritos de guerra y dictador por conspiraciones en el manejo perverso de las circunstancias.

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