Aznar y el perdón que no llega

Aquellos jerarcas de la Isla de las Azores, el amo americano de esas fechas señor Bush, ha mostrado su arrepentimiento por lo de la guerra de Irak. También lo ha hecho Tony Blair hace escasos días, desde su flema inglesa, razonando su equivocación sobre las armas de destrucción masiva que nunca existieron. Falta la decisión de nuestro notable José María Aznar, que por aquellas fechas se pavoneaba con los excelsos gobernantes decididos a la destrucción de las ciudades con la única alternativa de la guerra y la consecuencia fatal de sus pronunciamientos. Queda para la historia las fotos de aquel trío de gobernantes tan ufanos y complacidos por tal malvada decisión. Los has visto a todos, sonrientes y felices, hasta al señor Aznar, tan esquemático en su seriedad de líder insigne, pues estaban bromeando las gracias del jefe absoluto, sentados en la sala de reuniones, descansando los pies encima de una mesa pequeña como una solemne provocación muy a la americana, pues hasta en esa grotesca escena seguían las directrices del dominante anfitrión.

Ocurrió lo que se sabe, la guerra sembró de muerte los hogares y la destrucción y el drama campeó en aquel territorio con la entonación alta del dominio absoluto del señor Bush que necesitaba el aplauso de sus acólitos que se unían a su desafortunada causa. El gran titular lanzado al mundo es que “no existían las armas de destrucción masiva” y ellos se apresuraron a argumentar con el tono de la disculpa que el suceso de la guerra era debido a errores de inteligencia. Ya se sabe, la información, el espionaje, el marasmo de las confidencias que en su conjunto derivaban a una fatalidad con sus consecuencias tan desastrosas.

Aquella guerra ha servido de venganza para la apertura atroz de un terrorismo que prevalece triunfal sobre las naciones. Ahí se van perfilando las labores articuladas con sus métodos de destrucción, el fanatismo que va creciendo, el sigilo como labor para así ensalzar sus programas de ocupación y muerte. Y ese efecto que se percibe ha calado en el arrepentimiento de los señores Bush y Tony Blair como una tribulación o un manejo interior de sus conciencias en el encuentro herido de los años que transcurren. Pero, ¿qué le pasa al señor Aznar guardando tanto silencio como si en aquella hecatombe pasada no tuviera culpa y protagonismo?

Le cuesta al antiguo líder de la derecha admitir su error. Él está para pronunciarse en el furor del castigo y las disciplinas para los demás; que se sepa que lleva el ritmo del partido dando lecciones de cómo actuar en las circunstancias tibias, pero es impensable que pronuncie el “mea culpa”. Eso es signo de debilidad, enmendar unos momentos de gloria cuando era, en aquella jornada de las Azores, uno de los grandes protagonistas de la historia, con los flases de los fotógrafos iluminando su semblante, alimentando la vanidad absoluta al comprobar que el amo americano descansaba su mano sobre su hombro en prueba de una amistad imperecedera.

Ese ha sido el gran arrebato del poderío y su orgullo disparatado. Es lo que le aparta para desoír su conciencia y acogerse a la benevolencia lúcida y coherente del perdón. Que en resumidas cuentas es lo que de verdad importa para proseguir en calma la andadura de la vida.

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