Carrer Camilo Sesto
Que digo yo que una cosa es que se cumpla puntualmente eso de que nadie es profeta en su tierra y otra es que al profeta se le ponga en su tierra y aún fuera de ella de vuelta y media, a caer de un burro y de chupa de dómine. Tampoco es eso, oiga.
Las redes sociales, ese patio de monipodio de nuevo cuño, ese mentidero universal, ese vertedero, echaban humo estos días de resultas de una aparición televisiva, léase lo de aparición en el más recto y espectral sentido de la palabra.
La “aparición” era una suerte de remedo de lo que fue Camilo Sesto en su día. Una mezcla de Sara Montiel, Marujita Díaz en sus respectivos declives y de Chucky, el muñeco diabólico cuando el infierno le salía a chorros por el látex.
No resulta nada inédito ni extraordinario que alguien a quien la fortuna le ha sido propicia, que ha sido aclamado por las masas y que ha paseado en loor de multitudes, acabe yéndosele la olla de mala manera.
Grandes creadores que terminaron su carrera haciendo histriónicos personajes de sí mismos. Dalí agonizaba siendo una pavesa con bigote imposible y ceniciento enredado entre los tubos del oxígeno y moscas masturbatorias. A Michael Jackson se le fue tanto la mano en lo de los retoques que tenía narices de quita y pon. Leopoldo María Panero jugueteó tanto con el malditismo y la locura que pasó su vida entrando y saliendo de manicomios como el que vive de pensión. Entre manicomio y manicomio escribía enormidades como gotas de océano. El dandismo neorromántico a lo Larra sin pistolas de Francisco Umbral y su elegancia demodé, no le valieron de nada cuando acanalló su prosa en un plató de televisión. La prosa umbraliana reptando por los arrabales para vergüenza ajena de miles de estupefactos espectadores: “¡Yo he venido aquí a hablar de mi libro y si no se habla de mi libro cojo la puerta y me voy!”. Camilo José Cela, cuando era joven, gordo y académico recental, se metió todo lo largo que era en una fuente durante su inauguración, a la que había sido invitado, ante un nutrido grupo de periodistas, en plena España franquista, acobardada y aterida.
Sin embargo y, a pesar de sus excentricidades y megalomanías, ahí están por orden de aludidos, “El Cristo de San Juan de la Cruz”, “Billie Jeans”, “Poemas del manicomio de Mondragón”, “Mortal y rosa” o “La Colmena”. Porque sólo la obra permanece y es lo único que importa.
El creador, mal que nos pese y por mucho bótox del que se haga adornar, acabará siendo ¡ay!, pasto de la gusanera como cualquier mortal (“…serán ceniza, mas tendrán sentido. Polvo serán, mas polvo enamorado…”)
Hace algunos años, en el desaparecido Ciudad, cuando empezaba a ser un bocazas en letra impresa, ya reivindiqué que pese a los posibles agravios a su pueblo, que pese a su muy cutre visión de la estética y su delirante aliño indumentario, que pese a su negación del paso del tiempo y su decadencia mal llevada, Camilo Sesto era un engranaje fundamental en la poesía y la música española y que merecía por tanto, una calle, una avenida, un pedestal, un puente, algo de bulto redondo que diera reposo a las palomas, en su tierra.
Reparen ustedes en que la mirada de batracio, el cabello azabache con polvo de los setenta y los pómulos de vedette arrumbada, no pasarán a la historia. Pasarán a la historia, entre otras asombrosas delicadezas, los ojos grises de Melina Mercouri, una suave piel de ángel y una dulce, casi insoportable melancolía. Sobra.