Inés Calero
Envejezco en Alcoy a golpe de espejo, estanques de Narciso deslomado e inéditos achaques. Soy (somos) una sucesión de cuartos de hora y años de humo. Una mueca de lo que fuimos, un asombro de pelo blanco y lípidos blanduzcos en el abdomen.
Empiezo a contar mi vida en Alcoy por décadas. Hace más de una década que monté mi primera academia de dibujo en la calle Murillo, un castillo en el aire donde aún pervive la densidad de las horas. Muy ricas horas que pasé bajo la cruz de hierro de Sant Cristofor. A ella me encomendaba cada mañana (sin tener un excesivo sentido religioso de la vida), para que me hiciera mil mercedes y me llenara el local de pupilos. Y así fue. Me faltaban tiempo y manos para atenderlos a todos. Los niños acaparaban casi todo el día “Ya acabé. Ahora que hago” Y la docencia se convertía en manga ancha e infinita paciencia.
Recuerdo a cada uno de esos niños pero, esta mañana, el azar hizo que el pasado, no tan lejano, se parapetara al lado de mi café y la tableta donde leo periódicos sin olor, sin sabor y sin tacto.
Inés Calero era una niña guapa, inquieta y tímida. En esos ojos había algo de lago nunca visto, de aguamarina intuida, un pozo sin fondo donde anidaban la timidez y la buena educación a partes iguales. Inés era una foto en sepia disparada por Lewis Carroll, una Alicia curiosa en caída libre por el hueco de un árbol, un ejemplo de elegancia que la aproximaba más al mundo del adulto (del adulto elegante, claro), que al de la niñez.
Le perdí el rastro, como a casi todos. Lo que impresiona es que aparecen de pronto, sin avisar. Y te dicen: “Hola, ¿te acuerdas de mí?” Y piensas, “claro, recuerdo, los años en que el tiempo era un estanque dorado y los minutos un suspiro de beata con rosario”.
Yo sigo con mi búsqueda barojiana intentando cogerle el aire a este cotarro. Algunos de esos niños la van encontrando con una precocidad admirable. Es el caso de Inés Calero. Hace poco le pregunté por qué demonios nunca me había dicho que le gustaba escribir. “Era tan pequeña, que no lo sabía”, me contestó. Y hoy, esta mañana de domingo, parapetado entre un café y una tableta, fría como un infierno de hielo, me he dado cuenta de que Inés ya es tan mayor como para saber que le gusta escribir y yo tan viejo como para asumirlo con una sonrisa bobalicona. No queda otra.
Inés Calero, ya adulta, escribe en El Mundo crónicas de lo que pasa. Yo fantaseo con la idea de que algunas de esas crónicas estén bendecidas por la sombra de la cruz de Sant Cristofor. Mayormente, para sentirme un poco menos viejo y un poco más útil.
Mi querida Inés: mil felicidades y que el tiempo no nos atropelle. Aún tienes que describir lo que pasa dentro del árbol. Ese sitio donde no hay cabida ni para los minutos ni para los siglos. Un beso.