La solidaridad que molesta
Ellos, los refugiados, huyen de sus hogares. Es la guerra atroz, las bombas que se desparraman atronadoras detrás de sus espaldas. Es el miedo. O el hambre que persigue su ferocidad en otros países. Hombres y mujeres con el conocimiento del dolor cotidiano, que ya no aguantan más, se sumergen en el escalofrío de una desesperación como un martirio sobre sus cuerpos. Se escapan hacia la vieja Europa, la soñada como una fragancia cautiva, con sus luces de neón, sus paisajes idílicos, sus edificios sólidos y armónicos y la paz como una elemental definición de convivencia que ellos, los refugiados, buscan con el ansia ilimitada de su desesperación.
Y en ese desgarro de necesidad tan apremiante, de cobijo para paliar algo sus angustiosas circunstancias, encuentran que las naciones instalan vallas de espino, alambradas feroces negando el tránsito para una vida mejor para ellos, los refugiados, que quieren un mundo más amable, sin bombas atronadoras y hambre extendida sobre sus cuerpos delgados. Y ahí están los dirigentes políticos que se escandalizan ante la gran avalancha de criaturas que se sumergen sin miedo a la conquista de las ciudades para vivir con algo de dignidad. Muertes absolutas nutriendo la capacidad terrible de un camión frigorífico. O más muertes que de súbito ahogan a sus criaturas en el mar. Es “el mar que deja de moverse” en verso de Lorca, las olas que desertan en silencio sobre los cuerpos caídos, con los centenares de ojos abiertos de espanto ante las noches largas de la travesía que sirve de final desesperante para sus vidas.
Mientras tanto, en el rescoldo de nuestra vida feliz y cómoda, nosotros, los privilegiados, nos sorprende que en pleno siglo veintiuno existan situaciones tan dolorosas donde la más mínima humanidad perece ante la maldad de un egoísmo que aísla por completo los sentimientos de convivencia más elementales, como si el mundo nos perteneciera solo a nosotros, y ellos, los refugiados, que se arreglen en su desgracia.
Es la estampa doliente para nuestras conciencias en este final del verano. La inmensidad de gente gozando de la armonía y el rumor de sus aguas en el mar, saboreando esplendidos aperitivos en los chiringuitos de las playas y los refugiados que quieren escapar de la penumbra de su desolación, luchando con ahínco por llegar a la tierra de sus sueños donde haya paz y un trozo de pan para llevarse a la boca. La falta de humanidad cumple su perversa pretensión. Barreras y alambradas es el continuado impulso para desbaratar la necesidad de amparo que es lo mínimo que ellos necesitan.
Como siempre, los políticos y burócratas dictarán normas, porque tanta muerte ha escandalizado sus conciencias. Y es que somos huéspedes de nuestro egoísmo, el bienestar intocable que no queremos que nadie en el mundo nos lo profane.
Es la solidaridad hecha a nuestra medida, contemplando desde la pequeña pantalla de las televisiones la crudeza estremecedora de los refugiados, ellos que huyen de la guerra y del hambre ruin y nosotros, que a veces, los observamos desde la mirada cruel de la indiferencia.