Vacaciones Santillana

(O el arte de quitarse a los niños de encima, un rato al día, durante el verano)

Es muy probable que al leer el título de este artículo, le haya venido a la mente el soniquete del anuncio de los famosos cuadernillos. Ahora bien, los que ronden mi edad, (o sea, los que peinen, o tinten canas) son más de los cuadernos “Rubio”. ¿A que sí?

Lo de los cuadernos de verano, tiene su enjundia. Recuerdo el tramo final de los cursos de primaria. Atisbando en lontananza el deseado verano, el apreciado calor, sinónimo por aquel entonces de helados, bicicleta, piscina y bendito desajuste de horarios. No como hoy, que el calor se me antoja un monstruo de proporciones extremas.
Recuerdo también que el segundo día sin clases —el primero había bula materna— tenía que dedicar una hora a los “deberes de vacaciones”, fueran los imperecederos “Rubio”, u otros. El caso, digno de “Cuarto Milenio”, es que jamás me importó realizar esa tarea, ni a mí, ni a nadie que conozca, aunque seguro que alguien habrá, hay “gente pa’to”. No sé si se debía al hecho de que los cuadernillos eran muy livianos, con pocas hojas, promesa de trabajo fácil y ligero. No sé si despedían un aroma especial, entre cloro de piscina y bocata de Nocilla. El caso es que poca cosa era tan democrática como esos cuadernos. Eran los compañeros de todos los niños, daba igual si se había cateado alguna asignatura o concluido el curso brillantemente.
Los deberes de vacaciones, eran algo a lo que nos aferrábamos en esa hora tonta tras la siesta. Por cierto, un día voy a escribir sobre la siesta y el hecho de que a más tiempo para disfrutarla, menos sueño tiene uno y al revés. La cuestión es, que los días de vacaciones escolares, eran muy largos y había que dividirlos en unidades, para llegar a la noche sin volver loca a mi madre.

—Mami… ¿qué hago? Y ahora… ¿qué hago? Me aburro… ¿qué hago?
Dividiendo el día, no daba tanto el coñazo y me hacía la ilusión de que nadie dirigía mi vida… ¡hay que ser tonta!, o mejor dicho, ¡hay que ser una niña! Y de esa forma, con una hora de siesta “impuesta” y otra de “deberes”, se pasaban las dos horitas de la digestión. Pero muchas veces, el tiempo volaba casi sin querer. Los cuadernos “Rubio” ejercían en mí una clara fascinación. Adoraba especialmente los de caligrafía. Esos ejercicios repetitivos, que conseguían que nuestra letra mejorase, a fuerza de repasar los puntitos que formaban las palabras. ¡Qué difícil conseguir que la mano no temblase al seguir el trazo! ¡Qué frustración cuando en el empeño, se rompía la punta del lápiz, dejando una raya que no se terminaba de ir, ni siquiera empleando el borrador de “nata”, más caro y con más glamur que el sencillo, cuadrado de “Milán”.

Esos cuadernillos, consiguieron que todos los niños tuviéramos la misma letra, con esa forma tan limpia de enlazar vocales y consonantes. Más tarde, en la rebelde adolescencia, nos dio la gana de escribir separándolas, para reafirmar nuestra autonomía, para ser diferentes. Lo hicimos todos a la vez y así, de nuevo, escribimos con la misma letra…

Sin embargo, había una letra imposible. La equis. Se formaba a base de escribir una “c” al revés y unirle una normal, pero nunca me salió de forma natural, además, me preguntaba por qué la mayúscula era un aspa y la minúscula no. Y en esas disquisiciones, pasaban mis tardes veraniegas, repasando y recordando lo aprendido durante el año, para que la vuelta al cole en septiembre fuera más llevadera. Siempre recordaré (ya parezco Carlos Alcántara de “Cuéntame”, con tanto recuerdo) que gracias a los cuadernillos de tapa verde, para escribir, o amarilla, para las “mates”, pude conjugar diversión y aprendizaje. Todavía guardo alguno de esos cuadernos, en el mismo cajón de los apuntes en hojas de bloc de cuatro agujeros, alguno de ellos, reforzado con unas arandelas adhesivas que no sé si todavía se fabrican. Que alguien me lo diga, y de paso, que me informe sobre aquellos sacapuntas de sobremesa que funcionaban con una manivela y que estaban instalados en la mesa de los profes. Siempre quise tener uno, para afilar un lápiz hasta el final y conseguir una viruta larga, como una serpentina.

Tardes de verano, perezosas, largas, prometedoras…

Send this to a friend