La campaña electoral

Se levanta la veda. De un día para otro la ciudad aparece empapelada de fotos con  caras sonrientes, sonrisas inmaculadas que rayan la beatitud, la mansedumbre y la santidad. Gestos amables y eslóganes tontorrones piden tu voto. ¿De qué se ríen, en qué piensan? ¿Creerán en sus promesas? Creo que voy a votar al primer candidato que con gesto serio y preocupado rotule su cara con un texto parecido a este: “Mira tío, no te voy a engañar, la cosa está chunga pero haré lo que pueda”, me resultará más creíble. La ciudad amanece invadida por cientos de miles de anuncios de dentífrico, sonrisas blanco nuclear, políticos con cara de no haber roto un plato en su vida.

La cara de ambición y de orgasmo se les pone después,  que la erótica del poder es pulsión más poderosa que la de la carne. La campaña electoral es puro marketing, trucos visuales, artificio, pura entelequia. Usan todas las armas de seducción masiva a su alcance para rascar votos, porque siguen creyendo en la paciencia y en la credulidad de la gente, de los gobernados, esos números con piernas y afiliación a la seguridad social, esos cientos de miles de ciudadanos que hurgan en las tinieblas y que nunca saben qué  va a pasar, qué les va a pasar.

   Cuando llegan las elecciones se palpa la crispación, el ambiente se enrarece, y los mismos santurrones de papel cuché, se insultan, se agreden verbalmente, se investigan, se airean los trapos sucios, las miserias, hay un aire denso, carnívoro y caníbal, el “ y tú más” alcanza las más altas cotas de mantra vergonzante, sólo un poco por debajo del “quítate tú pa ponerme yo” Porque el poder, tristemente, no es un medio para parar la hemorragia de la gente sino un fin en sí mismo. Y es tan indisimulado, tan evidente que si observas con mirada limpia te resultará grotesco. La mascarada está servida. Es hora también de los baños de multitudes, de las palmaditas en la espalda y los besuqueos. Actúan como salvadores. Pero, ¿de qué quieren salvarnos, de un sistema omnímodo y omnívoro, un sistema que lleva años dejando cadáveres y tristeza a chorros por las cunetas? ¿Una monstruosa máquina de desigualdad y miseria que ellos mismos mueven y de la que de alguna manera también son víctimas?
   En “El disputado voto del señor Cayo”, enorme novela del gran Miguel Delibes (en la ilustración) varios grupos políticos postulan en un pueblo cuyo único habitante es el señor Cayo. Quieren su voto a toda costa y el hacerle entrar en razón se convierte en una cuestión de amor propio. Pero el señor Cayo les demuestra poco a poco que no les necesita, que no cambia París por su aldea, que le basta con su casa, su montaña, sus cangrejos de río y sus lagartos, que se vuelven muy lamerones por primavera. El señor Cayo tiene la sabiduría de la tierra primera y un nada utópico sentido del autogobierno. “Hemos venido a redimir al redentor” se lamenta el diputado de vuelta a la ciudad en una de las frases más afortunadas y certeras del libro.

   Pues bien, tenemos pasteleo hasta el día veinticuatro. Auguro una vorágine de pactos y contubernios, transfuguismo, travestismos y desmemoria que de una vez para otra no nos acordamos del macabro fin de fiesta.

Todo vendrá a su sitio cuando el último cartel, roto y desvaída la color, se meza triste a merced del viento.

   P.D. El tono agorero de estas ínfulas no sale de boca de un pesimista irredento sino de un optimista bien informado, servidor de ustedes.

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