Un café

“Ojalá que llueva café en el campo…”
JUAN LUIS GUERRA

Las personas nos podemos dividir en infinidad de grupos; tantos, como adjetivos antónimos existen: Mujeres y hombres; listos y torpes; diestros y zurdos; buenos y malos… Pero no entraré en arduas disquisiciones, ni elevados análisis acerca del carácter (o la falta del mismo) humano, ni de las habilidades, ni de las aptitudes sociales, máxime cuando estamos inmersos en plena campaña electoral y lo que necesitamos es “un poquito de por favor”.

En lo que estaba pensando esta mañana, recién levantada, mientras me preparaba el café, es en esa división que se da entre los que no pueden funcionar sin el negro brebaje y los que, o bien no lo soportan, o no lo necesitan.

Yo pertenezco al primer grupo. ¡Qué descanso, pertenezco a un grupo! Porque en la vida, en ésta al menos, lo importante, es poderte ubicar en algún sitio. En nuestra sociedad es preferible que uno esté en el lado “oscuro”, que no estar en ningún lado. Pero he dicho que no me iba a enredar… sigo.

Como decía, estoy entre aquellos que dicen: “Sin mi café no me muevo”. Disfruto del pequeño placer que supone levantarse de madrugada y acercarse a la cocina bostezando, en pijama y con la cara todavía sin lavar, y cumplir con el pequeño ritual de alcanzar la taza, colocar la cápsula (sí, hace tiempo que traicioné a la cafetera italiana, por la maquinita mágica) y esperar a que se encienda la luz verde, mirando por la ventana cómo amanece en Alcoy.

En Alcoy amanece estupendamente. Mejor que en ningún otro lugar, porque es la ciudad en donde vivo y estoy enamorada de ella. Me gusta con todas sus virtudes y defectos, porque —mal que me pese— tiene defectos. ¿Debería, por cariño, aceptarla tal y como está? Si a un medicamento, a un juguete o a un electrodoméstico, no le permitiríamos fallos, ¿por qué nos los debemos tragar en la urbe sin protestar? ¡Espera, que esto es política y yo quiero hablar de café!
El café excita las sensaciones y provoca las ganas de disfrutar de una buena compañía. Cada taza lleva oculta una promesa de energía. El momento del café convierte las pausas en recreos, estimula. Caliente es un bálsamo reconfortante. Frío es un refrescante placer. Sin embargo, a estas bondades hay que sumarle la —en mi modesta opinión— más importante: No engorda, ¡toma ya!

Mi relación con el café viene de lejos. Mi abuelo materno, al que no recuerdo, porque murió siendo yo muy pequeña, fue un honrado contrabandista de café. De él me quedan historias, contadas en forma de aventura por mi abuela y una foto en blanco y negro en la que —sentado en una silla de enea— está remendando un saco, probablemente el que utilizaba en sus viajes a ambos lados de la frontera de España y Portugal. Me contaron que tenía un humor socarrón, algo ácido, como correspondía a los tiempos que le tocó vivir. Me lo imagino con una sonrisa burlona escuchándome hablar de “crisis”, mientras todas sus propiedades cabían en un hatillo.
No es cierto que cualquier tiempo pasado fue mejor. Mi abuelo José se jugaba el pellejo, no para inflarse los bolsillos a costa de perjudicar a otros, porque no se jugaba la vida llevando drogas, ni armas. Mi abuelito llevaba café. Se jugaba la vida para intentar —no siempre lo conseguía—comer. El suyo era un contrabando de subsistencia. Ilegal, pero decente, en una época en la que el pan era un artículo de lujo. Lo único que en su casa no escaseaba, era el café.

Así que mi madre se crió con café. Era un orgullo poder llevárselo a la cama por las mañanas, el día que no trabajaba, para agradecerle los otros seis días de la semana en los cuales era ella la que me lo traía. Eran los mejores cinco minutos del día, cuando sentadas en la cama, con toda la jornada por delante, comentábamos nuestras cosas. Más bien las mías, claro, ella —madre sabia— aprovechaba ese momento de relax e intimidad para “sacarme” mis pequeños secretillos. Hoy en día sigo sus pasos con mis hijos y el truco funciona ¡gracias mamá!
Actualmente, hay pocos momentos que atesoro con celo, uno de ellos es la hora semanal del café con mis amigas. Compartir risas, cariño y amistad tiene para mí más valor que ver amanecer sobre la ciudad que adoro.

Me gusta el café, pero no estoy segura de si es a causa de su sabor, o por el efecto terapéutico que los recuerdos, el silencio de la ciudad dormida y la buena compañía causan sobre mí.
Para la campaña política que ha comenzado, me apoyaré en un buen café, y no me refiero a un café exclusivo, como el Kopi Luwak, que tomaba Jack Nicholson en “Ahora o nunca”, cualquier café —descafeinado incluso— me sirve, si alcanza el objetivo de poner un paréntesis que ralentice la locura diaria.

Si nos ponemos muy pesados, les aconsejo lo mismo.

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