El yo y el nosotros. BARTOLOMÉ SANZ ALBIÑANA. Doctor en Filología Inglesa

El salto de Ángel Gabilondo a la escena política, si se materializa, sin duda va a suponer un cambio en el discurso al que estamos acostumbrados. Cada uno pone en el asador los ingredientes que tiene a mano, su bagaje, sus valores. No obstante, al menos a primera vista, el lenguaje de la Metafísica no encaja bien con el de la política, aunque estemos de acuerdo en que, en principio, no tendría por qué ser un mal compañero de viaje para la Política (en mayúscula).

Los filósofos de profesión no son, en general, una especie que acostumbre a pastar en un solo pastizal, de ahí que no se prodiguen en demasía en la cosa pública. No sorprende, por tanto, que cuando alguno se decide, vaya por libre, sin el santo y seña de unas siglas. Pero simplemente por la apuesta y por el riego que supone la iniciativa, merece que prestemos alguna atención. El profesor de la Universidad Autónoma de Madrid va a necesitar imaginación para que ambos lenguajes se acomoden, no chirríen y puedan originar propuestas no ya que sean revolucionarias, sino que simplemente desatasquen situaciones eternamente anquilosadas .

Hasta la fecha todo el supuesto anterior resulta utópico, por no decir inalcanzable, y más en un escenario en el que la cultura humanista está proscrita y devaluada. Si se ha prescindido del lenguaje filosófico en la última reforma educativa, con más razón, más pronto que tarde tendrá la consideración de foráneo y fuera de lugar en el debate parlamentario y ante cualquier intento de alcanzar acuerdos; simplemente porque el código retórico, además de no ser productivo, entorpece la comunicación efectiva. Como decía un político: “La retórica y las humanidades no sirven para confeccionar los presupuestos, ni para hacer carreteras, ni abrir hospitales”.

Visto lo visto, el escepticismo merodeará nuestra percepción del filósofo convertido en político circunstancial hasta que alguna propuesta se materialice y eche a andar. Posiblemente no se avance mucho, pero si la descalificación del adversario y el grito eterno del “tú más” desaparecen del escenario, algo se habrá avanzado. Pactos, lo que se entiende por pactos, no van a surgir porque para alcanzarlos supondría la pérdida de la esencia y las señas de identidad de los partidos en eterna liza: me refiero, claro está, al bipartidismo que siempre ha regido los destinos de nuestro país.

El mensaje del nosotros por encima del yo, de lo comunitario por encima de lo individual, tiene su interés, máxime en una cultura como la nuestra (judeo-cristiana) en la que el individuo está por encima de lo colectivo desde el mismo día en que el nómada Abraham empezó a tutear a Dios plantándole cara al interceder cansinamente por Sodoma (Génesis 18). Curiosamente, en ese caso concreto, el individuo, al desear negociar el futuro de los sodomitas, pensaba en la colectividad.

En política estamos acostumbrados a ver al individuo que destaca por encima del resto e incluso le animamos cuando le vemos con posibilidades de guiar al grupo. En nuestra concepción moderna del mundo no entendemos un grupo sin un líder visible, el mirlo blanco, para entendernos. El individualismo como filosofía de la vida moderna nace en el Renacimiento. En nuestro país, y sobre todo en los últimos tiempos, no tenemos figuras de rebeldes honrados como Lutero, que hace casi quinientos años expresó con valentía su insatisfacción por el comportamiento de la Iglesia católica, exteriorizándolo con las 95 tesis que ponían de manifiesto la corrupción y los abusos como la venta de indulgencias: el negocio eclesiástico en aquellos momentos. Ahora la corrupción política supera la eclesiástica.

El individualismo en principio pone en tela de juicio la tradición, y también pone en peligro la paz que proporciona la siempre deseada convivencia, pero crea un germen de desafío, a veces justo y necesario, ante el mundo. El profesor Álvarez Junco se empeña en demostrar lo contrario (“El famoso individualismo español”, El País 4 de enero de 2015), queriendo enfatizar el papel de la colectividad y del pueblo por encima de los individuos, pero al final reconoce que en el fondo nuestra sociedad es individualista, por muy mala prensa que tenga el individualismo.

Aquí y ahora tememos a los líderes individuales surgidos de la nada, no por su oportunismo, sino por si acaso de la noche a la mañana cambian de vestimenta y se tornan dictadores, ajustando finalmente su discurso a las conocidas necesidades del guión. Todos los programas pregonan la solidaridad y el bien común, pero a la larga lo que se practica y se venera es el individualismo.

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