El caloret
Sí, lo sé y pido disculpas por ello. Sé que ustedes, a estas alturas de la semana, ya estarán un poco hartos del asunto de doña Rita. Se habrá explotado y comentado ad nauseam y el despropósito de nuestra alcaldesa olerá a puchero enfermo. Pero no puedo por menos que hablar de ello, me lo pide el cuerpo y ese leve poso de indignación que le llena a uno cuando ha tenido tantos problemas, no con el valenciano, si no con los que lo embaúlan a presión, rollo trágala perro. En estos quince años que este castellano viejo (servidor de ustedes) lleva por estos andurriales, ha bregado con la lengua de Joanot Martorell a marchas forzadas por mor de buscarse la vidilla. Parece ser que uno de los méritos más notorios y que más puntúan a la hora de opositar, hacer bulto en una bolsa de trabajo o cualquier menester que dependa de estamentos oficiales, es el título de valenciano. Si tienes el superior o el traductor, ya puedes considerarte una deidad del Olimpo. Bien, pues yo me tomé muy en serio el asunto de la normalización. Empecé a leer valenciano como un poseso, volví al instituto después de treinta años, sacando tiempo de donde no había, pedía a mis amigos que me hablaran en su lengua, me compré un diccionario de los gordos, el Tirant lo Blanc, y media bibliografía de Isabel Clara-Simó, aprendí de memoria la discografía completa de Lluis Llach y cantaba con mucho sentimiento L’estaca, Laura o Que tinguem sort. Y no había manera, oiga. Me presenté al elemental hasta tres veces. La cuarta fue en Alicante para opositar a enseñanzas medias. El primer examen era el de valenciano, claro. Andando el tiempo me enteré de que de mil y pico tíos que nos presentamos nos cepillaron a setecientos. En el anterior, en el de la Junta Qualificadora, estaba absolutamente convencido de haberlo bordado. Lo recurrí. Al cabo de un mes, me llegó el desglose del examen. La gramática, está mal que yo lo diga, estaba niquelada, pero la parte oral era un desastre. Mi pronunciación seguía siendo de un casticismo intolerable. Para aprobar, hay que sacar un siete. La Junta me comunicaba muy amablemente que mi calificación era de seis con noventa. Diez miserables décimas me alejaban de ser un ciudadano normalizado y con opción a encontrar un curro digno. Como ustedes comprenderán y atendiendo a mi condición humana, demasiado humana, se me hincharon las pelotas (perdonada sea la forma de señalar) y mandé a tomar por el antifonario a la Junta Qualificadora, al valenciano, al Llach y no quemé en donoso escrutinio (enmendando la plana a don Miguel de Cervantes que él sí lo salvó) al Tirant lo Blanc, por respeto a todo elemento repleto de letra impresa y encuadernado (tapa blanda o dura).
Andando el tiempo, ya sin presiones y resignado a mi suerte, he dado en cogerle cariño y en hacerlo mío. Intento escribirlo correctamente y hablarlo, lo que se dice hablarlo, sólo en familia o ante deudos y allegado, que aún suelto alguna “espardenyá” que otra y las burlas desmoralizan al más pintado.
Bien, después de todo lo narrado, después de abrirles el corazón para mostrarles mis cuitas y desventuras con su idioma de ustedes (y ahora mío) ciertamente no “em fa ni miqueta de gràcia” que la mandamás de Valencia no tenga ni puñetera idea de valenciano. Roza lo grotesco. Creíamos haberlo visto y oído todo con el inglés macarrónico de la alcaldesa de Madrid o con el italiano pizzero de José Mari pero esto ya es el colmo de lo esperpéntico. La próxima vez que me presente al examen normalizador exijo un sobresaliente cum laude. Es de justicia.