¡Abrígate, por Dios!

A todas las madres que luchan a muerte por que el frío nos se les acerque a sus hijos.

La semana pasada aire… y ésta frío. ¡Tenemos España que parece Siberia! Venga nieve…, venga placas de hielo…, venga carreteras cortadas y conductores atrapados… ¡Cómo será la cosa, que las madres preocuponas están viendo sus peticiones atendidas! Que sí, que sí, que hay casos de chavales que están saliendo de casa con abrigo y alguno de ellos (quién lo habría sospechado) lleva hasta bufanda, ¡cosas veredes amigo Sancho…!

El frío —yo creo que en alguna ocasión ya lo he comentado— se acrecienta con la edad. Con los años; todos frioleros y si llegamos a viejos; adictos a los calditos, hirviendo y en tazón sujeto a dos manos. Los niños, sin embargo, son mucho más eficientes que usted y que yo aguantando el frío. Sobre todo los pequeños, que tienen menos superficie por donde perder el calor. Eso, unido a que no paran quietos, hace que se rían de lo que los adultos llamamos “mal tiempo” y que para ellos contiene la esperanza de un día lectivo sin clase.
Las madres son unas pesadas con el frío, y digo “son” porque yo no me incluyo en este apartado para nada. Bueno… un poco, pero nada que ver con las auténticas, las de libro. Esas para las cuales, la existencia del frío no se limita solo a unos meses, a una estación. Esas que son capaces de percibir el frio en variaciones de medio grado centígrado… ¡en julio!

Sin embargo, aun considerándome de la facción blanda de la “Hermandad de madres coñazo”, debo confesar que la obsesión por intentar solucionar el problema del frío, viene de regalo debajo del brazo del bebé y no el pan, como muchos aseguran. Es un virus que contagiamos inmediatamente al padre del niño, de manera que ya no podemos dejar de entrar en el cuarto de los hijos por la noche para arroparlos. Da igual que los niños estén destapados y coloradotes (obviamente porque tienen calor)… por alguna extraña razón tenemos que coger las sábanas y taparlos… así que lo hacemos. La obsesión nos hace querer solucionar lo que no es problema. ¡Pobres chavales!
Hay padres que —ilusos ellos— se empecinan con que sus hijos tienen frío y todo porque les ven los labios morados y les castañetean los dientes… ¡Que no caray, si el mocoso dice que no tiene frío, es que no lo tiene! Lo que, según la sabiduría popular, sería: “Sarna con gusto no pica”. Es mucho mejor que salgan a la calle sin forrar y que al día siguiente te pidan la camiseta interior, porque entonces te puedes inclinar hasta ponerte a su altura (en las dos acepciones) y decirles con voz meliflua: ¿Ves como mamá tenía razón?

En el caso de los hijos grandes se puede utilizar una voz más cargada de recochineo, pero nunca, nunca hay que menospreciar la satisfacción del “ya te lo dije”.

Mis hijos siempre protestan, cuando les digo que se abriguen, ¡Qué sabrán ellos!

¿Alguien se acuerda de cuando queríamos salir a jugar con la nieve? La madre preocupona se cercioraba de que lleváramos ropa suficiente como para parecer el muñeco de Michelin. Hagamos memoria y recuento…

Leotardos: Debajo de los pantalones. Chicos y chicas. ¡Eso sí era igualdad de género!

Manoplas: Si “gato con guantes, no caza ratones” lo de las manoplas es una maldad. Con la excusa de que calentaban más que los guantes tenías que apañártelas para jugar, merendar y rodar la comba sin dedos. Te convertían la mano en una especie de pezuña con la que no podías hacer nada. Es hoy y todavía me dan pena los clicks de Playmobil…

Camisetas Damart Thermolactyl: Esas sí eran efectivas, ¿ves? Solo les veía un fallo, ponérsela y empezar a sudar era todo uno, porque aunque la camiseta valía por sí sola como camisa, jersey y abrigo, nos obligaban a llevarla “además de”.

Suéter de cuello alto. O cuello vuelto, o cuello chimenea. El nombre daba igual, la cuestión era que se estancara a la altura de las orejas y ni para atrás, ni para adelante, ¡esos eran los buenos, esos!
Jerséis de lana: Por favor, de confección casera para que picase mucho. Parece que cuanto más incómodo y más picor, antes se entraba en calor.

Calcetines gordos: Daba lo mismo que ya tuviéramos puestos los incómodos leotardos. Y si no entraban los zapatos… te ponían las botas de agua, lloviera o no.

Verdugo: En mi casa se llamaba así al pasamontañas. Te lo colocaban y te quedabas aislada, escuchando tu propia respiración —orejas, nariz y boca estaban tapadas— y además con el campo de visión muy reducido, porque los buenos dejaban un hueco mínimo para ver, no se fuera a resfriar el ojo.

Abrigo: O trenca, pero bien gorda, con doble cierre, para que fuera tan incómoda de poner, como de quitar. Y con capucha, que te obligaban a ponerte por encima del verdugo, de tal manera que actuaba como las orejeras de los burros. Recogiéndolo todo y a modo de lazo o guinda del pastel, ¡la bufanda! Para que la capucha no cayera.

A esas alturas, sin poder respirar, sin ver apenas y perdida la conciencia de tener extremidades, te importaba un pito la nieve, solo querías quitártelo todo, recuperar pies, manos y capacidad pulmonar. Quedarte en casa tomando cola-cao y haciendo un puzzle. Mi generación se ha perdido muchas cosas por no tener plumíferos calientes y livianos, ni madres permisivas, si no de esas que si no llevabas otra chaqueta en la mochila por si acaso, te espetaban:
– “Si en invierno vas así…. en verano ¿qué vas a ir en pelotas?”
Ah, un consejo para padres primerizos. Hay prendas con las que es mucho mejor no encariñarse, porque tú se las pondrás, ellos se las quitarán y jamás volverán a casa. Son gorros, bufandas y guantes, sin olvidar los paraguas. Puedes decirles: “No pierdas el gorro” pero si lo vives como un deseo, te causará mucha frustración, porque son deseos tan imposibles como el de tener las piernas de Scarlett Johansson.

En cuanto a mí, hay cosas que me dejan más helada que tomar un sorbete sin respirar. Por poner sólo un ejemplo, la convocatoria que el colectivo “Salvem el Molinar” ha hecho para hoy mismo, en la cual anima a aquellos que lo deseen, a que expresen su preocupación ante la posible falta de agua o de agua contaminada a través de la pintura en unos murales populares. O sea, ya están dando por buena la negativa profecía que –desoyendo a técnicos e informes— ellos mismos, cual maldición de la gitana, llevan tiempo lanzando. Que se van a envenenar las aguas y vendrán las siete plagas de Egipto en cuanto se monte la primera industria del proyecto ALCOINNOVA.
¿Y si convocáramos a los alcoyanos para que expresaran su preocupación por las consecuencias que tendría para Alcoy que el parque industrial no se implantara aquí, sino en otra ciudad, desgarrando ya del todo el maltrecho tejido empresarial alcoyano?
¿Bastaría con la plaça de Dins para acogernos?

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