Gracias, don Francisco

“Esto es ser hombre:
Horror a manos llenas.”
Blas de Otero. ”Ángel fieramente humano”

Dice Francisco Aura, que sobrevivir a Mauthausen no fue fruto de la casualidad ni de la suerte sino de estar acostumbrado al horror. Combatió con la República en esa carnicería de la guerra civil y padeció un muy poco amable exilio en Francia. Dicen que lo que no te mata te hace más fuerte y eso es lo que piensa don Francisco y se refleja en el libro “Resistència i dignidat enfront de la desmemòria” que acabo de leer. Quiero agradecer a Ángel Beneito, a Francesc Blay y a Natxo Lara, sus autores, el esfuerzo puesto en tan soberbio trabajo y el detalle de haber utilizado un valenciano sencillo y accesible a cualquier castellano ceporro para los idiomas, como el que esto escribe.

Detrás de las alambradas estaba el epicentro de la nada, la catástrofe de dejar de pronto de ser humano. El miedo es un perro rabioso que te agarra las vísceras, te anula, te nubla la vista, te arranca arcadas. Convivir durante cuatro años con ese miedo y vivir para contarlo, no creo que sea fruto de la costumbre porque sólo estados superiores de la conciencia o un brutal sentido de la dignidad humana serían capaces de afrontarlo.

Pero no quiero hablar de las atrocidades que pudo pasar don Francisco que para eso está el documentadísimo libro del que hablo más arriba (y que recomiendo encarecidamente) sino del día y el modo en que conocí a Francisco Aura Boronat.

Fue un poco antes de las navidades pasadas. Por entonces yo tenía un “grapaet” de dibujos colgados en las paredes del Ágora. Una treintena de retratos a carboncillo entre los que estaba el de nuestro superviviente. La exposición estaba siendo un desastre en ventas aunque no en visitas. Incluso me llamaban de algún que otro colegio o colectivo para que la explicara, cosa que me llenaba de orgullo y compensaba ampliamente el fiasco económico. En una de esas visitas guiadas, y en plena explicación de la técnica empleada en el retrato de Francisco (en la ilustración) una mujer se unió al grupo. Fue como una aparición y empecé a sentirme inquieto por el inusitado interés que ponía en lo que yo iba diciendo. Cuando acabó todo y con la sala ya vacía, la mujer se acercó a mí y me preguntó si los dibujos estaban en venta.

– Claro, es mi trabajo. Intento vivir de esto.

Me sorprendió que entre tantos dibujos la mujer se fijara precisamente en ese y le pregunté si tenía algo que ver con el retratado.

– Es mi padre.

Ustedes comprenderán que el momento fue de una intensidad impresionante pero nada comparado a lo que vino después.

– Está esperándome en el coche. ¿Quieres conocerle?

Con tembleque de piernas y la convicción de estar a punto de abrir una importante página en mi historia personal, di la mano a don Francisco, a uno de los hombres que habían plantado cara a los perros del miedo, que le había hecho una higa a la deshumanización, que había sobrevivido al horror a manos llenas (Otero) y que le había hecho un lavado de cara, con su resistencia, a toda la humanidad entera, que había salido fortalecido de entre las páginas, escritas con sangre y lágrimas humanas congeladas (Martín Santos), de la historia universal de la infamia (Borges).

Si usted, paciente lector, ha llegado a esta altura del relato le aviso que se va a dilatar un poco. Necesito llegar hasta el final.

Una vez superado el shock y con los pies en el suelo, una vez convenido el precio del retrato, la mujer y yo nos intercambiamos los correos electrónicos para estar en contacto y quedamos el día de noche buena en mi estudio de la Casa del Pavo para la entrega.

Aquella noche dormí a trancos y con no poco desasosiego. Sobre las cuatro de la mañana, desvelado e insultándome con severidad, me senté al ordenador y escribí un primer correo a Carmen, que es el nombre de la hija de don Francisco. Venía a decirle, que estaría encantado en regalarle el retrato, que mucha falta me hacía el dinero, pero que más falta me hacía, a mí y a todos, las lecciones de dignidad y resistencia que nos legó su padre. Volví a la piltra y dormí como un tronco. Carmen me escribió al día siguiente una muy sentida carta y se despidió hasta el día de la cita.

El día de nochebuena, a las doce de la mañana, Carmen me esperaba con el libro del que hablo al principio bajo el brazo. Entramos en el estudio, intercambiamos pareceres y le hice entrega del dibujo. Ella me regaló el libro firmado por su padre. Dentro del libro, había un sobre con algo más que gratitud. Insistí en que era un regalo, que no quería el dinero. Y ella vino a decirme con una elegancia inaudita que no me lo tomara a mal, que lo considerara no como un pago, sino como un intercambio de regalos. Antes de despedirme me dijo que guardaba en lo más profundo de su corazón la carta que le escribí aquella madrugada en la que algo parecido al remordimiento no me dejaba dormir y un dulce llanto, pequeño, casi imperceptible, me rozó la cara cuando me besó al despedirnos.

Me quedé solo en el estudio, llorando como una Magdalena, y reafirmándome en la idea de que aún no se ha perdido todo, que hay pequeños cuentos de navidad reales como el que les describo, que borran de un plumazo la vesania, el fanatismo, la maldad y la locura de esta tierra donde ya lleva demasiado tiempo campando a sus anchas la sombra de Caín.

Gracias, don Francisco. Gracias, Carmen.

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