La folklórica sin trono
Esa “España de charanga y pandereta” que cantara tan certeramente Antonio Machado en su tiempo de pena dolorida, tiene en ocasiones su apogeo y vigor en estos andurriales hispanos como perfecta señal de identidad. Será para demostrar que lo folklórico tiene su raíz, su rancia ventura, la pasión enardecida como contrapeso entre un modo de vivir y la seducción de los sentimientos que surgen como un caudal en potencia. Es el gustazo de lo fácil, el morbo de un acontecimiento trivial, el escándalo desencadenado en tragedia, o la cárcel como advertencia de una justicia ejemplar que quiere demostrar que en todas las ocasiones cumple con su cometido.
Ahora en el país ha surgido el caso de la Pantoja, la tonadillera de bata de cola, de la voz como quejido cantando romances de amores despiadados en la gloria de los escenarios, la mujer que ha hecho de su vida todo un espectáculo de resonancias para los medios tan afines a las ocurrencias de la protagonista que busca el loor estrafalario de la fama para dar publicidad a sus andanzas y circunstancias existenciales: viuda de España en un llanto eterno, atravesado por la muerte trágica de un marido torero embestido por el toro furioso en el ruedo infame de una ceremonia taurina.
Años más tarde ha ido buscando consuelo en los amores pasajeros como mujer de tropel apasionado, pero siempre aventurándose hacia la visión de los reporteros en un seguro marketing atrincherado con el fin de consagrar su andadura publicitaria, hasta que un truhán vividor, alcalde desenvuelto en la trama de las corrupciones, iba robando dinero público, escondido en la clandestinidad de los maletines y fardos, buscando la conspiración de la cantaora entre arrumacos y lances de amor con el fin de encontrar la solución definitiva a tanta fechoría mercantil, blanqueando el dinero usurpado con la firma legal de la cantante, que también se vio agraciada entre el delirio del amante y la codicia del dinero que tan bien organiza las existencias.
La folklórica ya está purgando con la trena esa relación amante/pícara de aquellos años cuando ese alcalde sin escrúpulos se creía dueño absoluto de los espacios de su territorio, consagrando los días de su poderío a enriquecerse sin control. Ahí queda el nombre de la Pantoja, huérfana del esplendor de las bambalinas en los escenarios nostálgicos, en la actualidad solo inscrita para el rigor disciplinario de las carceleras. Ella, transportada en una pena lastimera se juntará con las presas, incentivando una trémula existencia en la flaqueza de su culpa sin arrepentimiento, porque no se siente culpable. ¿Buscará la Pantoja ocasión para airear su situación de victima y elevar su popularidad aún estando entre barrotes?
La cantante, eso sí, es experta en cuestiones de resonante popularidad para alzar el vuelo de la memoria y que no la olviden, pues por estas circunstancias adversas se encuentra ahora sorprendida y sin trono, pero confía en los medios afines para encontrar otra vez el eco de su difusión. El morbo siempre está ahí. Es el gustazo de lo insustancial, lo frívolo, lo que busca la gran concurrencia de la gente: la tonadillera que canta romances de amor, el quejido de la copla entre rejas. Puede ser el gran titular que está esperando un país que a veces se encuentra sumergido en las antiguas costumbres de una nación dolorida y esperpéntica, con la práctica de un folklore singular para combatir la desazón de una existencia demasiado compulsiva en los tiempos que corren.