San Cucufato

Se sabe que fue un Santo Cristiano del siglo III, nacido en Túnez, que vino a la península Ibérica, concretamente a Barcelona y alrededores, buscando el martirio…ejem, ejem.

En su nombre se bautizó la localidad de San Cugat del Vallés y el Monasterio de San Cucufato de la mencionada localidad, por lo cual debemos suponer que, en este caso, la historia es cierta.
Pero el Santo en cuestión, no es conocido –al menos en nuestros días– por su obra, ni por su martirio, no. El Santo en cuestión tiene más trabajo que la jueza Alaya. Más que Santa Bárbara en tiempo de tormentas, más aún que Santa Rita, y eso que, hoy en día, casi todo lo que pedimos son imposibles.

A San Cucufato lo requerimos cuando se pierde algo, o lo requeríamos, porque también las costumbres se “pierden”. En realidad, las costumbres, la mayoría de ellas, se han perdido para siempre y eso no es buena cosa.

No acusaré a nadie, sobre todo porque yo soy una de las que jamás ha requerido los servicios del atareado Santo. Atareado, martirizado y siglos después de su muerte maltratado. ¡Qué digo maltratado! Vejado, magullado, humillado, malparado y puede que algún “ado” más. O sea, que el Santo, de manera muy poco sacra, sigue siendo martirizado, que era –por otra parte–, su máxima aspiración.
A ver si les suena…

Hace meses que no lo echas de menos, pero de pronto un día lo necesitas y ¡no aparece por ningún lado! Puede ser un pendiente, un documento, una foto, un libro, ¡yo qué sé!

Revuelves todos los cajones, abres todas las cajas, registras los armarios, te subes en una silla para alcanzar el último rincón del altillo, pero ¡no hay tu tía!, es como si se lo hubiera tragado la tierra. Te sientas en la cocina con un café y sigues dándole vueltas. De pronto te llega una imagen. Sueltas el café y te vas a la salita, buscas en la cajonera, donde únicamente guardas manteles y servilletas; en efecto, eso es lo que hay, servilletas y manteles. Te llevas la mano a la frente por si eso ayuda a recordar dónde lo habrás guardado. Vuelves al café. Está frío. Vas de una habitación a otra, te vuelves a sentar en la cocina con impotencia y abatimiento. ¡Nada! No te rindes, vuelves a mirar en los mismos lugares, pero todo sigue igual.
De repente, te acuerdas de tu abuela y de esa cosa tan rara que, bajo el amparo de ser una tradición popular, hacía cuando se extraviaba algo en casa. Es una necedad –te dices, a la vez que te sonrojas aunque estés solo, porque te sientes ridículo, pero piensas que por probar no pierdes nada. Así que coges un trapo, (la abuela lo hacía con un pañuelo, pero tú no tienes de los de tela y piensas que un kleenex no va a resistir) y empiezas a hacer nudos mientras dices en alto, pero no tanto, no te vaya a oír alguien: “San Cucufato, San Cucufato los (atributos masculinos) te ato, si no me devuelves (lo que buscas) no te los desato”. Te relajas un rato, –porque el problema ya no depende de ti– vuelves a mirar, y ¡oh sorpresa! en uno de los primeros sitios donde buscaste, aparece como por arte de magia.
¿Milagro, misterio, duendes? No, es mucho más sencillo, estás tan impaciente por encontrar lo que has perdido, que los nervios te traicionan. Siento mucho aguarles la fiesta a los “creyentes” pero… no hay objetos perdidos, solo buscadores poco metódicos. Tan poco metódicos, que una vez recuperado el objeto, suelen olvidarse por completo del trapo anudado y el pobre “San Cucufato” se queda con sus “esos” atados…

Al hilo de todo lo anterior, me ha dado por pensar en aquellas cosas que no se pueden recuperar a corto plazo, algunas de ellas jamás.
¿Cuándo volverán todos los que, por narices, han tenido que salir de nuestro país; jóvenes y mayores, propios y foráneos? ¿Cuándo encontraremos la ilusión perdida, el empleo? ¿Cuándo recuperaremos el patrimonio industrial? ¿Dónde están los ahorros de toda una vida de millones de familias? ¿Gastados ayudando a los hijos que han perdido, o no han encontrado aún, su empleo? ¿Qué ha sido del sentimiento de país, del respeto por la institución familiar? ¿Adónde ha ido a parar la confianza en los que nos gobiernan? ¿Y la justicia que en demasiados casos no encontramos, dónde está, eh?

Pero de entre tantas y tantas cosas que hace tiempo no encuentro, destacaría una. La comprensión. Pero no esa comprensión de amigo, que cuando ve a otro sufriendo le palmea la espalda mientras le dice, ¡te comprendo tío! No. Me refiero a la comprensión de comprender, de entender, vamos… ¡de no ser cortita!

Porque mira que llevamos tiempo dándole vueltas al tema de Alcoinnova y sigo sin comprender el asunto, o quizá mi propia cortedad me hace ver las cosas de forma diferente.

Por eso solicito a algún alma caritativa que me explique el asunto, ya que lo que yo entiendo es lo siguiente:

–El dueño de La Española quiere ampliar su negocio y hacerlo en Alcoy, con el beneficio que eso supondría, no sólo a los trabajadores directos, sino a las muchas empresas que colateralmente trabajarían para La Española. Además del suyo propio, que para eso es empresario.

–El dueño de La Española es el propietario, desde hace muchos años, de unos terrenos en el término de Alcoy, en los cuáles quiere crear un parque tecnológico donde reunificar e impulsar sus empresas, además de atraer a otras empresas de alta tecnología.

–Hace años, se solicitan informes para poder recalificar los terrenos, esos informes locales eran negativos.

–Actualmente, La Española ha conseguido la autorización de su proyecto con informes favorables de la Confederación Hidrográfica del Júcar y la Consellería de Medioambiente entre otros. Por cierto, los técnicos que se encargan de realizar dicho informe desde La Generalitat, no son sospechosos de complicidad con el empresario. Y ahora viene lo que no comprendo… ¿Qué problema hay? ¿Por qué ese empecinamiento en que el único proyecto empresarial importante desde hace años no vea la luz? ¿Es que los que se oponen creen que los técnicos no han sido escrupulosos con el informe? ¿Es la última parte del primer punto lo que escuece? Ardua tarea la que le encomiendo al Santo. De todos modos, cuando aparezca mi comprensión desataré los nudos, ¡no vaya a ser que San Cucufato se enfade!

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