G. García Márquez ¡Qué solos nos dejan los muertos!

En el libro de literatura española de COU, un tocho importante pero de buenas formas estaban ellos.  Muy al final, en una especie de apéndice que cerraba la asignatura. El Boom hispanoamericano. A juzgar por el poco espacio que le concedían los autores del manual, el Boom no debió resultarles demasiado explosivo. A nosotros sí. Eran muchos los que le daban otra vuelta de tuerca al castellano, los que le daban la vuelta al calcetín de una realidad donde las señoras podían salir volando por los aires, un gitano con un imán podía hacerse con todos los metales del pueblo o dos guantes podían enamorarse agarrando la barra de un autobús. Eran muchos, pero eran Vargas Llosa, Cortázar y García Márquez los que compendiaban el nuevo mundo escrito con palabras que estaba naciendo y éramos la primera generación que lo disfrutaba. Después de la gran literatura española, la del noventa y ocho, la del veinte siete,  la de los treinta, los cincuenta, los nueve novísimos,  estaban ellos.

En América estaban reinventando y reventando la literatura española y nosotros nos dimos cuenta enseguida. El calor caribeño estaba en las aulas y hablábamos de cronopios, de ciudades y perros y de famas, de muertes anunciadas  al tiempo que, con mejor o peor fortuna, intentábamos levantarle la falda plisada a las bellísimas lunas del instituto femenino cercano.  Noches de verborrea y adjetivos y neologismos y cigarros furtivos envenenados de literatura. Corrían los años finales del setenta.

En el ochenta y dos le dieron el nobel  a García Márquez y todos nos vestimos, con un estremecimiento de tormenta tropical, el liqui-liqui blanco como el paredón donde, en trance de fusilamiento,  el coronel Aureliano Buendía hubo de recordar la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Nosotros ya conocíamos lo que era perderse por  la niebla de Macondo como otras generaciones se perdieron por  el Yoknapatawpha County de Faulkner.

 Unos días antes de su muerte soñé que moría García Márquez y que se desplomaba el ala oeste del instituto  nocturno donde intentaron desasnarme. Desperté convencido de su muerte y empecé a escribir mentalmente y aún en la cama esto que ahora escribo, más despierto y más triste. Encendí la radio. Al  escritor le habían dado el alta y me maldije por agorero. El sueño, más que una premonición, era la crónica de una inminencia anunciada.

   Decía el maestro entre otras muchas cosas que ideó la gigantesca catedral de su cabeza, que uno envejece cuando empieza a parecerse a su padre.  Yo también creo que uno envejece cuando empieza a perder a los mitos que le medio formaron y hoy, un servidor y sus coleguitas de instituto, trapisondas y sueños de tinta y papel,  somos severa, tristemente más viejos. ¡Qué solos nos dejan los muertos!
    

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