Sinvergüenza
Con la edad se pierde la vergüenza, está demostrado. Me ha pasado a mí y a todos mis amigos, o por lo menos a todos aquellos con los que lo he comentado.
Recuerdo vívidamente que en mis años de niñez y adolescencia, casi todo me producía bochorno. Tengo anécdotas que me parecen divertidas ahora, pero entonces… ¡Buf!
Por ejemplo. Cuando era una niña, habría denunciado a mi madre cada vez que me levantaba la faldita. El levantamiento de falda, iba acompañado de un par de palmaditas en la zona de las inyecciones, que por cierto, eran muy habituales en aquellos años. El motivo de la exhibición no era otro que mostrar a sus amigas lo “hermosa” que me estaba poniendo. La “hermosura” es algo tan relativo para una madre… A ella la medida se la daban mis muslos, que demostraban lo bien alimentada que estaba. Mi exhibición no consentida, la llenaba de satisfacción –supongo que eran reminiscencias o complejos de posguerra–, pero a mí, notar las miradas de sus amigas en mis redondeces, me hacía enrojecer hasta las orejas.
Otro ejemplo. Mi abuelita materna estaba tan gordita –para que no diga nadie que no caigo en mis propias fobias, lo digo por mi artículo sobre los diminutivos–, que en cierta ocasión se quedó atascada en esa barra que había en los autobuses para acceder a los mismos, no sé cómo se llaman, ¿las recuerdan? Ese tipo de barras están en los accesos a parques temáticos y metros. La barra estaba colocada a la entrada del autobús, en la zona del medio, detrás del conductor. Tú subías los dos escalones, le pagabas al chófer y pasabas a través de esa barra. Bueno, pues mi abuelita no pudo, se quedó estancada. Ni para atrás, ni para adelante. El chófer tuvo que empujarla. Yo no vi exactamente de dónde, pero imagino que lo haría desde su zona noble que, por otra parte, era su zona más “sobresaliente”. Y no lo vi porque, en cuanto noté que la barra no giraba, me fui rápidamente hacia el fondo del autobús –muerta de sofoco–, como si aquello no fuera conmigo. Cuando ahora pienso en aquel momento, me daría de tortas por idiota, ¡pobre abuelita!
Es lógico que al madurar, la timidez propia de la niñez y adolescencia se diluyan, pero cuando hablo de perder la vergüenza, hablo de no necesitar un par de cervezas para, por ejemplo, cantar en el coche.
Le he preguntado a uno de mis hijos, el que vive en casa, que es el que tengo más a mano, qué cosas de las que hago le producen vergüenza. Después de reprimir mis ganas de mandarlo lo suficientemente lejos como para que se me olvide su larga lista, he elegido dos ejemplos ilustrativos:
A). Cuando le llamo con nombres cariñosos. De nuevo, consejos vendo, que para mí no tengo, en referencia al artículo de los diminutivos.
B). Cuando canto en el coche delante de sus amigos.
Evitar esto último me resulta más difícil que lo primero y eso que, empezar a llamar a tu hijo por su nombre, cuando llevas años llamándole pichón, requiere un control que ni Matrix. Porque yo, si conduzco y no voy escuchando las noticias o hablando con los pasajeros, canto. ¿Y qué? Considero que es mucho mejor cantar, que jugar con la nariz de uno, e incluso que pitarle al de delante porque no arranca cuando el semáforo se pone en verde, seguramente porque está jugando con su nariz o, muchísimo peor, con el móvil, que de todo hay.
Hay veces que en los semáforos la gente me mira mientras canto, pero oye, ¡no me da vergüenza! Sonrío de vuelta y sigo a lo mío. Lo mío bien pueden ser tanto los Beatles y los Stones, como “Amor, amar” y a continuación “La fera ferotge”. Soy como el cero, no tengo término medio, pero quiero una avenida para Camilo Sesto, eso sí.
Cuando hablo con algún joven o “jóvena”, (palabra que podría gustar a Soraya Rodríguez, heredera del asalto al lenguaje de Bibiana Aído) no me produce el más mínimo rubor llamarles guapo, cariño o cualquier otro adjetivo o sustantivo amable; sin embargo hace unos años, (bastantes, no nos engañemos) me parecía que ese trato era propio de personas mayores. Sin embargo – mira qué cosas–, negarle el saludo a alguien, máxime si ese alguien me ofrece su mano, me parece vergonzante y una falta de educación como la copa de un pino piñonero. Y eso, tanto si es un príncipe como un villano.