Una anécdota
A don Antonio Castelló, anecdotario andante.
Ha muerto el poeta Juan Luis Panero que con sus hermanos Michi (también fallecido) y Leopoldo María, sentaron las bases del malditismo literario en este país. Los tres eran hijos de Leopoldo Panero, poeta franquista y fundador de una familia tradicional católica y adinerada que se le cayó encima como los palos de un sombrajo. Los tres tenían una férrea propensión al funambulismo alcohólico y a la autodestrucción, de la que intentaron hacer arte. Los tres vivieron y escribieron adelantándose al tiempo y los tres, cuando la pose se hizo grande, acabaron rotos como marionetas viejas. Leopoldo María, el último que queda vivo, languidece en su penúltimo manicomio, creo que en el de Mallorca.
Esta mañana, leyendo el obituario en un periódico (los obituarios de los muertos que me interesan, me los inyecto en vena) se mencionaba muy de pasada a nuestro gran Gil Albert. Muerto de curiosidad por saber qué tipo de relación hubieran podido tener el monstruo sagrado alcoyano y el mayor de los Panero, salí corriendo a abrir la caja de Pandora del Google y no tardé mucho en encontrar una anécdota que, aunque de poca relevancia y tirando a tonta, consideré digna de ser relatada aquí, sobre todo pensando en mi amigo Antonio Castelló, que de Gil Albert se las sabe casi todas. A sus setenta y tres años, la fundación Juan March rindió un merecido homenaje al ilustre habitante de El Salt. A él asistieron un gran número de escritores e intelectuales, entre ellos un jovencísimo Luis Antonio de Villena y Juan Luis Panero. Juan Luis conocía su debilidad por los efebos y su afición al boyeurismo y además, estaba completamente convencido de que el maestro estaba fieramente enamorado de él. Acabados los fastos y las pompas del evento, el recién finado Juan Luis quiso hacerle un regalo especial, un homenaje propio y a puerta cerrada. Luis Antonio y él, acompañaron a Gil Albert a la habitación del hotel y Juan Luis, muy pasado de copas, empezó un muy sensual estriptis, todo lo sensual y elegante que le permitía el espantoso ciego que llevaba. Luis Antonio de Villena, al parecer, se retiró discretamente muerto de estupor a una esquina mientras el insigne alcoyano dicen que miraba atónito, humedecidos los ojos por la emoción y una beatífica sonrisa de gratitud en los labios. Según el propio Panero, en agradecimiento, el maestro le dedicó su libro “Homenaje a los presocráticos”.
Pues nada, don Antonio, hasta aquí la anécdota que tengo el gran placer de regalarle para que la suelte usted cuando le plazca (de nada). Ya me contará usted el lunes, por San Lorenzo o aledaños, si la conocía y si mi descubrimiento se merece o no un cortadito en L’Autèntic. Au.