El dinero negro que a todos gusta

Ahora, en estos tiempos patéticos, con la crisis bordeando las calamidades de la ciudadanía, hablar del “dinero negro” dentro de las esferas políticas suena como el azufre del demonio merodeando en los recintos sagrados.

Ellos, los políticos, rechazan con absoluta rotundidad haber estado inmersos en las percepciones clandestinas del sugestivo capital cuando la ocasión era propicia, que por lo visto eran muchas. Pero ahí están los papeles del afamado presidiario señor Bárcenas, con la caligrafía menuda del contable, que todo lo apuntaba, hasta los murmullos halagadores. Aquellos eran otros tiempos. El señor Aznar, el expresidente, removía los abismos de la economía flirteando con leyes de ventaja para la construcción desmesurada en los solares patrios y el ofrecimiento o despertar de la era del ladrillo para la ferocidad insaciable de los especuladores. La maraña ya estaba trazada: agilizar la burocracia a favor del que más dé, acertar en la ventura del soborno con guantes blancos para que las contratas recaigan a favor de los empresarios que han sabido trepar con dinero negro la benevolencia oficial de algún ministerio. Claro está que no todos los hombres de empresa han procedido con tal descaro. Pero en aquellos tiempos facilones la cultura del dinero rugía con demasiada virulencia en la sociedad y la codicia surgía con estrepitosa ansiedad hasta en los despachos de los políticos que observaban cómo los negocios se les ofrecían dentro de una normalidad demasiado útil para sus bolsillos.

Dinero ofrecido como un obsequio, el transcurrir de un triunfo mercantil medio amañado, esa era la cuestión. La historia o el simple hacer privado del señor Bárcenas se fraguaba dentro de las cuatro paredes de su despacho en la calle Génova pues año tras año la estrategia de su misión era recoger los capitales venidos de los encuentros turbios y repartir cantidades entre la cupula de los mandamases de la derecha como un pacto de palabra, sin sobresaltos, también la financiación del partido, que de todo había. Cada equis tiempo surgía la utilidad monetaria del sobre con el contento interior del que lo recibe. En medio de todo ese marasmo mercantil el avispado contable también iba cosechando su propio beneficio tan sustancioso y para lo que pueda venir, como sutil administrador, anotaba las cifras fugitivas de la caja B dentro de un secreto ciego para un posible recuerdo a aflorar si las circunstancias se terciaran.

Y se han terciado, por eso va asomándose la gran revelación del personaje descubierta con la minuciosidad del orfebre, perfilada con la destreza del vengador. Todo el mundo se pregunta, pero ¿quién tiene toda la verdad? Los gobernantes implicados utilizan las declaraciones de la renta como arma valiosa y vencedora para salir airosos del percance, pero el dinero se escabulle, es glorioso y pícaro y cuando a uno se lo ofrecen hundido en las raíces de la desvergüenza y metido en el movimiento de las medias palabras silenciosas, se nota que no entra en el pleno beneficio de la honradez ni en la transcendencia de los gestos heroicos, pero como humanos que somos, ya que no alcanzamos la santidad, nadie le hace ascos a un capital mensual guardado en sobres que en los momentos de su posesión surge la fascinación ante el bullicio de los billetes como una alegría que se espera continue, siempre con el cuidado latente del más absoluto de los secretos.

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